Cientos de pájaros cayendo a balazos desde el cielo. Muertos de hambre emitiendo alaridos sobre una colina. Y un pistolero desafiante disparando a todo aquel que encuentra a su paso. Tago Mago, la visceral creación de Can, esa banda que era pura bilis y gangrena y parecía haber nacido del vientre de alguna gárgola viva, suele poblar de imágenes mi mente como las mencionadas anteriormente. Porque esta salvajada a medio camino entre John Coltrane y Stockhausen que se inventó el post-rock y de paso, de uno de sus costados, engendró a Michael Gira y sus Swans, es rabia pura. Aislamiento y demolición. Un disco que raya en la locura, la explora y desarrolla y se mueve por los recovecos de la mente buscando alterarla. No tanto invitarla a un viaje sino conmocionarla. Provocarla. Y si es posible destrozarla. Es un orgasmo continuado. Una exploración sexual. Un tratado musical que se diría intenta averiguar si es posible que los seres humanos podamos gozar en el mundo industrializado. Un disco que mira de frente y costado tanto a los rituales primitivos como al arte minimalista y futurista. Intenta abrir una grieta en el vidrio del automóvil contemporáneo por el que echarle gasolina hasta incendiarlo. Hacerlo saltar por los aires mientras monos, simios y hombres saltan celebrando la destrucción de la civilización. Za! Za! Za! Ruido y berrinche y rugido. Za!Za!Za! Bramido de un bebé que la teta de su madre no puede detener.
Tago mago no es psicodelia. Tiene aspectos psicodélicos. Y tampoco es rock. Se nutre del rock y de sus estructuras y poses para viajar al infierno en llamas. Vuelvo a repetirlo. O más bien, a insistir con mayor precisión en ello. Tago Mago es un disco sexual. Uno de los que oscuramente mayores referencias y alusiones hace al acto que encegueció a Freud y ha vuelto loco a los monjes y penitentes a lo largo de los siglos. Esta incendiaria jam-session que pareciera que acaba por azar, sin patrones determinados y pudiera durar durante muchas más horas sin hacerse molesta o perder creatividad, es una fotografía auditiva de un orgasmo. El dolor de una menstruación. Un recorrido por un útero excitado y por un glande erecto. Una caricia en el cuerpo de un hombre y una mujer que están mezclándose con fuego divino, entre desatadas, continuas, furiosas explosiones de guitarras, voces, violines, teclados, baterías que no es que estén distorsionados sino que se encuentran excitados. A punto de estallar los unos con los otros y comenzar a gemir en medio de una orgía sonora que entiendo que puede llegar a dar miedo porque lo mismo pudiera servir como banda sonora de un aquelarre, una performance de arte contemporáneo o crear un nuevo culto totémico en torno a un salvaje dios cuyo rostro pudiera ser perfectamente el de un desconocido instrumento musical: una especie de guitarra con cuerdas flácidas que semejan espermatozoides cosida con piel de serpiente y los ganglios de la garganta de unos cuantos cantantes.
No creo, en cualquier caso, que sea casualidad que el título del disco aluda a una isla mallorquina situada cerca de la hedonista Ibiza. Porque no cuesta prácticamente nada imaginarse a desnudas sirenas tocando el arpa en ese pedazo de tierra buscando atraer héroes griegos y romanos, cartagineses, viejos fenicios y marinero persas. Ni tampoco vislumbrar a comerciantes sumerios engendrando hijos en sus playas mientras se escuchan los gritos de Damon Suzuki y las sinfonías musicales, interpretadas como si le estuvieran tocando las alas al diablo, de Michael Karoli, Jaki Liebezeit, Irmin Schimdt, Holger Czukay y David C. Johnson. Shalam
Last days era una película extrema. De esas que se ama o se odia y provoca tanto adhesiones infranqueables como rechazos furibundos. La libre visión...
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