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Katmandú

Abr 2, 2016 | 0 Comentarios

Supergods  es un resumen muy personal de la historia del cómic realizada por Grant Morrison. Una lectura profunda que intenta explicar los motivos del surgimiento y desarrollo del titánico universo superheroico. Sus distintas líneas evolutivas al compás de los cambios que se iban produciendo en el mundo y, en concreto, la sociedad norteamericana. Pero Supergods no es únicamente esto. En realidad, es mucho más. Ante todo, un cristalino test de Roschach que muestra al desnudo el alma de uno de esos escasos creadores que han expandido la conciencia y la escritura. Alguien capaz de mezclar viajes por dimensiones aún desconocidas para la mayoría, los relatos de Philip K Dick, la ciencia ficción y el nihilismo punk (casi nazi) de ciertas obras posmodernas con poéticas píldoras budistas repletas de ácido lisérgico.

No existe un solo capítulo en el ensayo en el que Morrison no nos deje una reflexión sutil como no hay prácticamente línea que merezca el olvido. De hecho, ese es el problema del libro como, en general, de la escritura del creador norteamericano: que puede abrumar por exceso de ambición. Algo que por una vez, no importa. Porque Supergods es, ante todo, un medio a través del que Grant explica lo inexplicable y se da a conocer. Intentando hacerse inteligible al fin tras haber creado decenas de puzzles psíquicamente enfermos. Platillos voladores dibujados con espíritu fantasmagórico y rompecabezas tan estimulantes como depresivos. Decenas de creaciones, en definitiva, cuyo principal objetivo era destripar la mente del lector, partirla en pedazos y crear misterios irresolubles.

Si tuviera que recomendar alguna parte del libro, no dudaría en hacerlo con aquella en la que narra su experiencia visionaria en Katmandú: cómo su viaje por los firmamentos ocultos del universo le hizo penetrar en una nueva dimensión de la conciencia tras regresar a su hogar. Más que nada porque es uno de los testimonios más logrados de los poderes del ácido y la meditación. Un lienzo mixto lleno de resonancias cúbicas que mezcla los cuelgues de Timothy Leary y Aldous Huxley con las intuiciones de Jorge Luis Borges, David Hume o William Burroughs y trasciende las epopeyas festivas beats al combinarlas con un sentido místico trascendental oriental ya presente por otra parte en el último Kerouac y en J. D. Salinger.

Ciertamente, estos irresistibles pasajes me parece que no sirven únicamente para profundizar en las raíces del arte creativo de Morrison sino en muchos aspectos de esa realidad de la que formamos parte que a veces son incomprensibles. Y son de tal forma reveladores que no me resisto a citar algunos de ellos como si fueran parte además de una máquina literaria universal. La escritura divina.

Ahí van:

«El universo —todo el continuo espacio-tiempo, desde el Big Bang hasta la muerte térmica, nada menos— no era una corriente lineal con principios, medios y finales. Así era sólo como se sentía desde adentro. De hecho, la totalidad de la existencia parecía más como una pelota de esfínteres, moviéndose a través sí misma en una manera que era hipnótica y sobrecogedora de observar. Estaba Shakespeare garabateando King Lear (El Rey Lear) en un pliegue arrugado, y justo a la vuelta de la esquina de él, por siempre fuera de su línea de visión, estaba el periodo cretácico y los tiranosaurios, pasado la cabaña de su esposa Anne Hathaway». 

«El tiempo era una especie de incubadora, y toda la vida en la Tierra era una cosa, una sola y extraña Megahidra tipo anemona, con sus raíces unicelulares inmortales en las mareas precámbricas y sus billones de ramificaciones sensoriales, que iban desde los helechos hasta los seres humanos, con cada detalle teniendo su propia parte que desempeñar en el ciclo de la vida de este superorganismo, que lentamente se complejizaba y aumentaba su autoconsciencia. Era como si me hubieran mostrado un dios infante, unido a un sistema de soporte tipo placenta llamado Tierra, donde podía crecer más grande, elaborado, conectado e inteligente. Creciendo en sus extremidades había partes mecánicas; herramientas androides hechas con los recursos minerales del planeta. Parecía estar construyendo a su alrededor una cubierta parte mecánica, como una armadura o un traje espacial.

«Ahora era capaz de “ver” en perspectiva 5-D. Se me volvió imposible mirar una taza, por ejemplo, sin verla como la superficie visible de algo mucho más grande e incluso más asombroso; algo que estaba serpenteando hacia atrás su progreso hacía mi mesa y más allá, volviendo a través de su manufactura. La taza era la punta de una cadena que, si pudiera ser seguida atrás a través del tiempo, tenía una conexión física inmediata con los orígenes en lechos de arcilla prehistóricos creados por la erosión de las piedras primordiales, compuestas de elementos hilados de un estrella en enfriamiento que era ella misma una resplandeciente chispa de una explosión inimaginable y aún en proceso, iniciada en el origen de los tiempos y el ser. Esta taza había sido todas esas cosas en el tiempo. Y un día se rompería, pero sus fragmentos continuarían para siempre. Y si una taza era espectacular, constantemente cambiando de forma, desarmándose, reformándose, en un proceso sin pausa, ¿qué pasa con el propio cuerpo humano, mutando extravagantemente y de forma más completa que cualquier hombre lobo de efectos especiales, desde la pequeña y suave infancia, hasta el cuerpo duro de la adolescencia con su madurez autorreplicante y autoconsciente, a la flácida mediana edad, y la descomposición de hojas secas de la vejez? ¿Cómo ha cambiado tu propio cuerpo totalmente desde que tenías cinco años? Incluso cuando morimos, nuestros procesos físicos continúan; los siglos reducen nuestros cuerpos hasta polvo, reciclando cada átomo, por lo que el aire que respiras hoy podría contener una partícula que alguna vez fue de Napoleón. Un átomo de hierro de tu cuerpo podría haber sido derramado de la frente de Jesucristo». Shalam

إِنَّ اللَّبِيبَ بِالإِشَارَةِ يَفْهَمُ

Es difícil recoger el agua derramada

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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