A estas alturas, a Leonard Cohen es más fácil imaginárselo flexionando su cuerpo envuelto en un traje oriental mientras imita los movimientos de las alas de una mariposa sobre una colina o fijando su atención sobre una pared en absoluto silencio, que agarrando una guitarra eléctrica y cantando. Y por ello, Popular problems, su último disco, es un verdadero milagro. Un haiku que tiene la virtud de ser contemporáneo e intemporal. Huele a testamento pero también a pura vida. Agua fluyendo incesantemente por bosques que, a pesar del frío, las nieves o las sequías, antes o después vuelven a florecer y reverdecer.
En realidad, creo que Popular problems es un largo, intenso, sentido y solitario mantra budista. Una batalla por crear belleza sin necesidad de cantar en sánscrito ni gestos forzados. Un disco compuesto por canciones que parecen rezos, letanías, llantos, súplicas y, sobre todo, palabras de agradecimiento dirigidas a dios por haber creado este mundo.
La voz rugosa de Cohen es parecida a un cuenco sagrado. Un ramo de hermosas flores creciendo sosegadamente en lo más profundo de una caverna. Por ello, lo que transmiten sus creaciones, desde hace más de dos décadas, es serenidad y templanza. Lo hermoso que puede llegar a ser envejecer si gozamos de paz. Hace ya mucho tiempo además que Cohen recuerda a uno de esos ancianos orientales respetados por toda la comunidad, capaz de aconsejar a adultos y jóvenes con perspicacia y agudeza guardando el tono justo de implicación y distancia. Tanto es así que escuchar sus discos es, ante todo, una meditación. Recibir un consejo que transformará nuestra vida o la encaminará por rumbos más certeros. Un retorno a lo esencial. Algo parecido a abrir las páginas del Tao o leer uno de esos aforismos orientales que aquietan y liberan la mente de las tinieblas y dilemas cotidianos. Los traumas de la actualidad.
Las composiciones de Leonard cohen han acabado transformándose en rituales existencialistas que iluminan, espiritualizan textos de Norman Mailer y Albert Camus. Retratan el ahogo de la vida moderna, su intensidad, pero sobre todo, la trascienden. Y convierten el espíritu y ánimo beat en un pájaro consistente arrojando sentencias espirituales en medio de esas cárceles en llamas que son las ciudades modernas.
Penetrar en un disco de Cohen actualmente es hacerlo dentro de una iglesia. Pero no en una de esas monumentales catedrales del Románico o uno de esos suntuosos pasillos repletos de vitrales del Gótico sino en un pequeño recinto situado en el claro de un bosque. Una habitación iluminada por una sola vela que se mueve al ritmo de nuestra alma.
Cohen es un espíritu anciano que ha sabido depurarse. Encontrar un camino sin dañar al resto de seres humanos. Un hombre que dice sus verdades, nos relata sus dudas y lo hace a corazón abierto, desprendidamente, como si cada una de sus canciones fuera una preparación hacia la muerte. Un preludio hacia la única guerra que realmente le preocupa: morir en paz.
Hay tal cantidad de santidad, nobleza y rasguños de sabiduría en los últimos discos de Cohen que parece que, en realidad, nos habla desde el otro lado. Que es un ángel viejo gozoso de compartir unos instantes con nosotros. Un poeta que nos invita a humedecer nuestros labios saboreando un café y nos recuerda la importancia de enviar cartas. Arrojar papeles al buzón mientras nos conduce a pasear por los estertores de la civilización. Viejas avenidas elegantes rodeadas de un paisaje devastado.
Creo, sí, que estas dos son las imágenes que vienen a mi mente al escuchar a Cohen: una ciudad repleta de monumentos antiguos devastada por un terremoto u otra catástrofe conforme se escuchan versos del Apocalipsis. Y un matorral de flores creciendo lentamente en medio de un ambiente bucólico: campos de trigo soleados, grupos de monjes oreándose y varias parejas de amantes disfrutando de sus ratos libres. El otoño despidiéndose lentamente y la primavera adentrándose sutilmente.
La voz de Cohen, esa voz áspera y pura que parece que acaba de ser remojada en un vaso de wisky, arrastra con tono profético al oyente por el origen y el final de los tiempos y convierte la escucha de sus discos en un rito. Una misa en un infierno lleno de ángeles, amor y llamas que en vez de golpear la piel, rasgarla, dejando cicatrices y llagas, la sanan. Una tormenta leve en medio de la que los saxofones semejan edificios y esperanzas caídas y las voces femeninas entonan cánticos de amor y resurrección.
Si David Bowie era un gran seductor, cantaba siempre como si desease acostarse con quien lo escuchaba y Scott Walker como si encontrase encerrado en un castillo lleno de fantasmas, reyes caídos, piratas y reos heridos, Cohen lo hace como si fuera un profeta y estuviera dando un sermón milagroso sobre una montaña desde la que se otea la decadencia de Occidente pero también su esperanza. Y por ello, sus discos -y Popular problems no es una excepción-, son profundamente religiosos. Místicos. El Cántico Espiritual de la música contemporánea. Una prueba de que los caminos del exceso individual en ocasiones acaban desembocando en la sabiduría.
Cohen convierte el desarraigo y la depresión en bálsamos a través de los que nuestra alma se desangra y se hace realmente humana. Describe el amor (y el desamor) como pruebas. Tránsitos que muestran que no hay mayor victoria que ser capaz de continuar respirando sin ocultar las heridas. En cierto modo, su obra es una exposición descarnada del dolor. No una huida sino un encuentro con el trauma. Un puñetazo fuerte y consistente en la mesa del psicoanálisis y del Estado. La prueba de lo amarga que es la victoria de la violencia y el orgullo. Y la imperiosa necesidad que tenemos los seres humanos de perder todas las batallas que entablemos para vencer la única guerra realmente decisiva: conquistar nuestro corazón para siempre y jamás. Ya que, al fin y al cabo, como demuestra esta hermosa brisa musical entonada por Cohen como si fuera un pastor eclesiástico que hubiera llegado tras un largo viaje a la Tierra Prometida, los problemas populares, sí, son los problemas eternos. Shalam
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