La primera ocasión en la que vi The Wire tenía el hype tan alto, había escuchado tantos elogios sobre ella, que me decepcionó un poco. Básicamente, porque las sutilezas de la serie de David Simon palidecían bastante en comparación con las truculencias y brutalidades de Tony Soprano. Con los rugidos de un gánster que lograba hacer temblar la pantalla con cada uno de sus colosales enfados y puñetazos.
No obstante, hace unos días volví a ver la primera temporada y la he disfrutado bastante más. En realidad, si hasta ahora vislumbraba la serie en su conjunto como una incisiva radiografía de las corruptelas en diversos ámbitos de Baltimore, ahora creo que es una obra sobre el fracaso. Una epopeya televisiva que indaga en cómo conviven las personas con la derrota. Con la constante frustración. De hecho, no hay un solo personaje que se muestre medianamente satisfecho. Que no sufra heridas, taras psicológicas, se vea obligado a huir o a luchar guerras sin sentido. Nadie sonríe nunca plenamente. Ni los que ríen al final ni al principio. Las victorias son totalmente circunstanciales y por el contrario, las decepciones permanentes. Todos sufren pérdidas. Bajas en el frente. No hay quien no sea golpeado por la brutalidad social.
The Wire está plagada de personajes interesantes pero los que más, suelen ser los más pasivos. Los que menos coraje y pasión le ponen al trabajo no tanto por deslealtad o ausencia de principios sino por lucidez y experiencia como es el caso del detective Lester Freamon. Por eso creo que al menos la primera temporada de The Wire está más cerca de Samuel Beckett que de un policíaco aunque su estética y formas remitan a varios de los grandes clásicos de su género. Porque la sensación de absurdo y desesperanza es muy grande y son muchas más las preguntas que las respuestas tras su visionado. Y, sobre todo hay un interrogante que resuena con más insistencia que el resto: ¿para qué tantas luchas y esfuerzo?
Las trabas a la labor policial son tantas, tantas las corruptelas políticas, tan grande el precio que deben pagar los capos y traficantes de droga por enriquecerse y tan infernal la vida de los consumidores que casi que los únicos personajes envidiables son los muertos. En cualquier caso, se hace muy comprensible el que existan individuos cuyo único objetivo sea encontrar una habitación vacía en la que esnifar crack y no salir más de allí. Porque la realidad no apesta sino lo que sigue. Es maquiavélica y cruel. Un gran tarro de basura golpeado continuamente por todo tipo de intereses.
The Wire es exacta y cruda. Matemática. Milimétrica. No deja nada al azar. Lo que asombra de ella es que conduce el realismo a un nuevo extremo. The Wire no parece la realidad. No imita la realidad. The Wire es la realidad.
David Simon se ocupa de diversos personajes de Baltimore con el espíritu del Balzac de La comedia humana y disecciona sus vidas como si fuera un frío documentalista contemporáneo. Su obra es una novela que recuerda vagamente por su espíritu totalitario al Manhattan Transfer de John Dos Passos pero sus conclusiones, planos y escenas parecen los de uno de esos programas de telerrealidad dedicados en este caso a estudiar el tráfico de drogas. De hecho, logra contar como nadie ha hecho hasta ahora, lejos de toda épica y poesía, golpes de efecto o sensacionalismo, la vida de una ciudad moderna y profundizar en varios problemas -educación, sindicalismo y política- intrínsicamente relacionados unos con otros.
La primera temporada de The Wire es un telediario. Un periódico (si es que eso existe y es posible) objetivo. Una partida de ajedrez entre policías y narcotraficantes descrita con la lucidez analítica de un cirujano. Y es por eso que determinados personajes como el carismático McNulty (que tanto recuerda a todo esos policías rebeldes y poco apegados al sistema que riegan el cine norteamericano) quedan opacados ante el sucio y frenético latir de la actualidad. Parecen hasta ingenuos y fuera de lugar frente a la poliédrica sociedad descrita. Aunque nada es capaz -es cierto- de oscurecer el brillo del justiciero y vengativo Omar. Un personaje cuyas apariciones convierten The Wire en un western y a Baltimore en un viejo poblado del Oeste. Un purgatorio que, de haber sido rodada la serie a finales de los 80, estoy seguro de que hubiera sido una referencia ineludible en los discos de Public Enemy o N.W.A. De hecho, The Wire no es rap pero sí ayuda a comprender de dónde surge el fenómeno musical. A qué realidad hacían referencia muchos de sus intérpretes.
The Wire es una toma de pulso al día a día de una urbe contemporánea. Repito, una serie sobre la derrota llena de perdedores y continuas derrotas en la que no hay victorias plenas. Siempre el vaso está medio vacío. La policía por ejemplo se encuentra llena de elementos tan peligrosos y violentos como los presos. Incluso ineptos y torpes. Pero lo mejor de todo es que David Simon no se regodea en este fracaso. No lo cuenta como algo excepcional sino que lo describe con tanta naturalidad como lo haría de posar su mirada en una señal de tráfico. Logrando componer una caleidóscopica colección de semblanzas, situaciones y caracteres que es un puñetazo en los morros de todas esas infames pedagogías e ideologías modernas. Una obra que nos enseña que los héroes actuales no resuelven casos ni encarcelan a los malos. Simplemente sobreviven. Shalam
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