El trabajo que realizó Ian McShane interpretando a Al Swearengen en Deadwood se encuentra en un lugar muy distante y elevado, no de fácil transito, donde sólo los muy grandes han podido llegar y no sin pocos esfuerzos. James Gandolfini en Los Soprano, Robert de Niro en Taxi Driver, Christopher Walken en El cazador, Marlon Brando en El padrino o Martin Sheen en Apocalipsis now.
Me bastaba con saber que iba a aparecer en cualquiera de las secuencias de Deadwood, que lo iba a ver torcer el gesto, beber, comer, caminar y mirar desde su atalaya la realidad para emocionarme. Saber que estaba ante una fuerza poderosa capaz de destrozar una pantalla y hacerme sentir lo que era el ruido. Porque Al Swearengen era puro ruido. Una tormenta en el oeste. Un rayo en el firmamento de un mundo sin piedad repleto de predicadores, tabernas sin dueños y fortunas perdidas entre las rocas. Un personaje real a mitad de camino de Shakespeare y Faulkner que retorcía mis manos y pescuezo cuando aparecía mirando desafiante la pantalla, y lo veía hablar y recitar y cantar y casi que susurrar, haciendo casi que la televisión se quebrara y saltara en pedazos. Pocas interpretaciones me han impresionado tanto en mi vida. Tal vez porque en vez de beber alcohol, parecía que Al Swearengen lo masticaba y que en vez de hablar, mordía cuando se dirigía a alguien; cualquiera que pudiera poner en cuestión su inmoral dominio sobre ese pueblo perdido en ninguna parte que manejaba con mano de hierro y sordina y humor y violencia y también cariño de padre.
Un solo gesto de Al Swearengen vale por cientos y cientos de explicaciones y películas y narraciones de cómo se forjaron los Estados Unidos de Norteamérica. Un historiador puede contarme hechos y secuencias de hechos y detalles sobre hechos y narrarme batallas y contarme anécdotas y más hechos sobre el medio Oeste pero me bastará con mirar las cejas de Al Swearengen, su rostro, para conocer todo lo que es necesario e imprescindible que sepa sobre aquella época y esos hombres. Al Swearengen es un latigazo en el rostro y la piel de la moral y la servidumbre pero un latigazo dulce. Seco como el mejor coñac y el licor añejo, es capaz de sacar una muela de un grito, regentar un burdel como si se tratara de una panadería y mover los hilos secretos de una ciudad en la que la ley no existe. Donde la ley consiste básicamente en el tiempo en que los ojos de un hombre pueden aguantar sin pestañear la mirada de otros ojos y en la que cada individuo tiene que valerse con sus manos, fuerza y su pistola. Con un rifle o un testarazo. No importa. Porque la debilidad, una sola vacilación hace perder vidas. Despoja el aliento del cuerpo y el espíritu y lo hace contraerse. Entregar secretos sobre barbaries y muertes y tesoros que deberían estar ocultos y haber sido sellados para siempre.
A nadie le han hecho una felación como las que le realizan a Al Swearengen en Deadwood. Nadie ha estado tan enfermo como él y ha sabido, a pesar de todo, mantener la dignidad. Y nadie ha sido capaz de expresar con una sola mirada la repugnancia y el asco que se siente hacia esa porquería que es la vida cotidiana cuando se sabe que se pertenece a ella y muy probablemente nunca la podremos borrar de nuestra vida aunque nos quememos en el infierno. Al Swearengen no gime, berrea. No habla, grita. No grita, escupe. No folla, incendia. Y no ama sino que odia porque sabe que no merece la pena enamorarse de nadie en un mundo insano y frágil que su compostura de hombre ebrio, hermano bastardo del capitán Ahab, desmonta con un solo gesto. Con la misma facilidad con la que quiebra el corazón un arma y hace ruido el planeta cuando gira y gira pariendo la nada.
Al Swearengen es el mal. O mejor dicho, la encarnación del mal. Pero un mal humano y sabio sin el cual la civilización no podría haberse asentado. Posiblemente aún caminaríamos entre árboles peleándonos por un plátano. Un mal ruidoso que hace que parezca que van a descender los truenos y caerse los desfiladeros de la tierra cada vez que camina, se cura una herida o intenta realizar una de sus fechorías. Y por tanto, es en sí mismo la demostración de que el mal no es en absoluto un ente negativo. Es tan necesario como el alimento. Algo de lo que Al Swearengen es muy consciente y explica por qué hace tanto ruido. La fuerza y la rabia con las que ejecuta un papel que si pudiera, le gustaría dejar de interpretar. La conciencia, en suma, que posee de ser un desecho, una basura que nadie honrará y a la que la mayoría despreciará, sin la cual no podrían sin embargo existir los héroes, no volvería a crecer la hierba en el condado y no habrían existido los Estados Unidos de América. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Si tienes un amigo, visítalo con frecuencia, pues las malas hierbas y las espinas invaden el camino por donde nadie pasa
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