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El túnel dionisíaco

Dic 23, 2018 | 0 Comentarios

Fue tanta la sobreexplotación que se produjo de la figura de Jim Morrison y la música de The Doors a raíz de la película que les dedicara Oliver Stone en 1991 que llegué a estar casi 20 años sin escuchar ninguno de sus discos. El verano del año recién mencionado no fue tan sólo el de la electrónica macarra de Technotronic, la progresiva eclosión del sonido Madchester y el del primer zarpazo grunge para muchos melómanos sino el de un maravilloso, casi increíble revival  -el de The Doors- que terminó por ser cargante y angustioso. Y, en mi caso concreto, casi termina por hacerme odiar al potente conjunto angelino.

Recuerdo con verdadera delectación, casi fascinación y sorpresa, cómo empezó a sonar en los bares y las televisiones el estruendoso hit «Break on through on the other side» por aquella época y con verdadero sopor cómo dos o tres años después -tras escuchar las canciones del grupo en toda circunstancia y lugar- me entraban arcadas en cuanto intuía que empezaba cualquiera de sus temas clásicos o aparecía un joven con el cabello largo y, a los pocos instantes de darme la mano, me comentaba que su ídolo era Jim Morrison conforme imitaba sus gestos en el escenario o leía uno de sus enigmáticos poemas en voz alta. ¿Es necesario dar más detalles?

Lo cierto es que todo este proceso tiene más que ver con las sinergias capitalistas que con los valores artísticos del legendario grupo. Y por ello, he creído necesario superar esta fobia y dedicar un avería a unos artistas que, de una manera u otra, siempre bordearon los límites del exceso y tuvieron en sus filas  al probablemente mayor icono dionisíaco que hasta ahora ha dado el rock.

Ahí la dejo:

  El túnel dionisíaco

Bajo mi punto de vista, The Doors eran, ante todo, un grupo de blues-rock. No eran ni innovadores ni  destructores de herencias. De hecho, eran muy respetuosos con la tradición. No buscaban corromperla sino reafirmarla, agrandarla y expandirla. Y por ello creo que, a pesar de que realizaron impresionantes composiciones, hubiera habido muchas posibilidades de que no destacaran en demasía de no ser por la densidad y profundidad de los teclados de Ray Manzarek y la intensidad interpretativa de Jim Morrison. Tanto Ray como Jim eran unos auténticos genios y es imposible comprender el alcance de la música de The Doors sin cualquier de los dos.

Obviamente, Robby Krieger era un inmenso guitarrista. Consiguió, por ejemplo, convertir su instrumento en un rifle peligroso. Combinar distorsión con ruido y extraer un sonido muy particular que emanaba peligro y descaro. Y es, asimismo, evidente que John Densmore no era un batería manco. Nunca perdía el ritmo y convertía sus golpes a los bombos y platos en bombas marciales. Y además, conseguía emanar tanta hondura de su utensilio artístico que parecía tocar en una caverna o un club subterráneo de jazz. Pero las firmes bases que hicieron totalmente reconocible a la banda y le imprimieron su sello y carácter -repito- son los teclados de Manzarek y la voz y actitud de Morrison.

Ray Manzarek fue el responsable de convertir muchos temas rocosos sin excesivos condimentos melódicos de The Doors en auténticas odas dionisíacas. Es a quien debemos tanto el tono oscuro y misterioso como la aureola mágica que rodea muchas canciones que, gracias a la intervención de ese desgarbado muchacho con aires intelectuales, podían escucharse perfectamente en castillos y calles medievales. Transmitir la elegancia gótica y la sensualidad frugal necesarias para convertirse en retablos barrocos y fuente de inspiración de todo tipo de búsquedas y viajes internos.

Y por otra parte, Jim Morrison era una serpiente en trance que provocaba accesos místicos a quienes lo contemplaban cabalgar, moverse y danzar sexualmente sobre los escenarios. En realidad, no cantaba sino que devoraba el micrófono. No interpretaba un papel sino que, directamente, hacía el amor con el público y las divinidades. Con el absoluto.

Jim era un libro -el Zaratrusta de Nietzsche- encarnado en un cuerpo. Era un trip flotante. Un león que transformaba los versos más sencillos en epopeyas épicas cuyo voz tenía sabor a vino y prostíbulo. Remitía a experiencias crepusculares, abismos e intensos anocheceres. No era una persona sino un icono y esa fue su tragedia pero también parte de su don. Porque gracias a sus sombras se transformó en la voz e imagen ideal para transmitir fatalidad y pesadumbre. Alumbrar las noches de bohemios, borrachos, desheredados y cientos de jóvenes que deseaban un cambio total y absoluto en las sociedades occidentales: la transvaloración de los valores.

The Doors fue uno de los grupos de los 60 que, con más profundidad, hablaron del exilio y la extrañeza. A mí me gusta interpretar, de hecho, su obra como una oda llena de tristeza sobre la expulsión paradisíaca; una telúrica canción evanescente que alude a veces con melancolía y otras con irritación al paso del tiempo  (a todo aquello que se va  para no volver) y además, dialoga frontalmente con la muerte. Considera a las Parcas y los demonios lascivos como algunos de sus interlocutores más válidos.

Ciertamente, la banda norteamericana comenzó a apuntar y vislumbrar el final de la era hippie desde que se reunieron en un local de ensayo. Y por eso la mayoría de los discos que parieron son extraños y dramáticos; furiosos y nostálgicos; suntuosos y criminales. Brotaron en medio de los años de las flores y la comunión pacífica aunque eran nihilistas águilas que, desde los cielos, preludiaban su ocaso y extinción. Anunciaban los futuros asesinatos y el advenimiento de la era de la contaminación y los chillidos pero al mismo tiempo, eran primitivos. En ellos aparecían grabadas las huellas de animales sagrados, chamanes e indígenas americanos en medio de montañas de humo que cubrían bosques salvajes. Y también, las voces de bardos antiguos, bellas muchachas y soldados perdidos en maremotos bélicos.

Es difícil destacar un disco de The Doors por encima de otro. En todos -hasta en el un tanto denostado The soft Parade– dejaron su huella. Vislumbraron los cielos y los infiernos con elegancia. Y por ello, yo tiendo a destacar el par de visionarias canciones con las que cerraron su primer y último album -«The end» y «Riders on the storm»- como las más representativas de los escarpados territorios que lograron penetrar con su música. Dos verdaderos poemas en ebullición constante en los que los espíritus de William Blake, Nietzsche, Timothy Leary y Charles Manson eran quemados a fuego lento. Dos rojas acuarelas decadentes y enigmáticas que invocaban la memoria de los poetas simbolistas, los asesinos y la Biblia que podrían sonar perfectamente en los auriculares de dios el día del fin del mundo. Y probablemente se escucharon también siglos atrás cuando las brujas alumbraban a sus hijos en lagos amarillentos cubiertos de la sangre de carneros y bueyes. Shalam 

وَعْدُ الْحُرِّ دَيْنٌ

La promesa del noble es una deuda

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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