Los sonidos creados por Arnold Schoenberg para La noche transfigurada continúan haciendo daño, evocando parajes molestos y rasgados, acuarelas de Edward Munch y siluetas de Egon Schiele. Probablemente porque su obra no cierra el romanticismo. No es un opúsculo wagneriano. No muestra el ocaso y decadencia occidental sino que anticipa la crueldad por venir. La disonancia, el deterioro y la esterilidad. La música sin partitura y destructiva.
El compositor austriaco vislumbró una idea salvadora e iluminadora en las Guerras Mundiales: la necesidad de acabar con nuestra civilización para siempre con el objetivo de volver a empezar de nuevo. Tal vez por ello la sensación de vértigo y confusión que produce La noche transfigurada es abrumadora. Devastadora.
El paseo de unos jóvenes por una ciudad durante una noche cualquiera se convierte en el de toda una civilización. Una inquietante ronda nocturna tras la que la única luz que se intuye es la de la técnica y la ciencia. La producida por las bombas al caer.
Hay ángeles infernales recorriendo esta composición apareciéndose entre los continuos choques de violines, violas y violonchelos y también una sensación de apabullante hartazgo de la filosofía y de la historia. El deseo de volver a la época de las cavernas que fue tal vez, en el fondo, el objetivo último (y central) del dodecafonismo. El motivo último para la llegada de una atonalidad que, con el tiempo, y a medida que el caos se ha apoderado del mundo moderno, se percibe como más humana y acogedora. Una expresión sonora muy apropiada para testimoniar el horror, todo tipo de perversiones y la instauración del nihilismo como pasaporte ético occidental.
La noche transfigurada me recuerda a algunos de los primeros escritos de Franz Kafka. Todavía existe en ella una narratividad. Una voluntad de contar cosas. De hecho, es muy evocadora. Es casi un viaje en barca. Pero hay tal angustia y ahogo detrás de sus escasos acordes parsimoniosos que es inevitable otear la fatalidad que invoca. El derrumbe de la voluntad.
Es sabido que Schoenberg se basó para componerla en un poema de Richard Dehmel, La mujer y el mundo. Un hermoso y extraño texto en el que una mujer confesaba al hombre del que estaba enamorado que, por su deseo de ser madre, anteriormente había tenido relaciones con un extraño que había alumbrado un hijo en su seno. Inquietante revelación que, mientras atraviesan helados paisajes bajo la iluminación de una luna movediza y peligrosa, era aceptada por su pareja llevando la obra a un clímax final de perturbadora felicidad.
Sin embargo, esta conclusión, no terminaba de concitar optimismo en la obra de Schoenberg. Una composición, al fin y al cabo, formada por alucinantes y visionarios acordes llenos de tintes desoladores que convertían esta historia en un nocturno y obstinado minuetto que, al igual que las narraciones de de Arthur Schnitzler, anunciaba que algo -quien sabe qué- estaba muy podrido. Aunque no se descubriría con claridad hasta años después. Porque La noche transfigurada era, en el fondo, una anunciación del mal, del deterioro familiar y el libre discurrir del deseo que, sin riendas que lo sujetaran y sometido a una profunda operación quirúrgica en el diván de Freud, se transformaría al poco tiempo del surgimiento de la composición de Schoenberg en un monstruo guerrero. Un animal salvaje que obligaría a decenas de miles de ciudadanos occidentales a aceptar los hijos que sus futuras mujeres habían tenido con otras parejas, en este caso concreto, porque los fusiles, la metralla y las bombas de los tanques habían acabado con sus anteriores maridos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Shalam
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