El mundo de la cultura no se libra de ciertas supersticiones. Una de ellas sería la obligación que, aparentemente, tiene el lector de leer un libro de principio a fin, sin saltarse un capítulo o un solo epígrafe. Otra, por ejemplo, sería la de que el libro que tenemos en nuestras manos, se adecúe a un género en concreto y se encuentre dentro de los límites “establecidos” del mismo. Muchos de estos tabúes y creencias tienen, en mi opinión, varios posibles orígenes. Uno de ellos, sin dudas, lo encontraríamos en el dominio que la iglesia mantuvo sobre múltiples ámbitos de la vida durante siglos y siglos. Para aprender los dogmas religiosos era necesario ir línea a línea, letra a letra y coma a coma. Los discípulos, el clero debían leer según unas normas claras y rígidas que nunca se debían quebrar. Y, de esta manera, se producían los adoctrinamientos de multitudes en tiempos en que todavía no existía el televisor y la posibilidad de imaginarlo era remota. Aquel que intentaba ofrecer una interpretación diferente de las escrituras o pretendía añadir una nota personal a las oraciones era penalizado, se encontraba en pecado y había de ser excluido o quemado en la hoguera, como los brujos, los maestros del tarot o los heterodoxos.
Otra posible explicación al arraigo de este tipo de creencias debemos buscarla en el positivismo. El impulso de todo tipo de disciplinas científicas que se produce durante los siglos XIX y XX provocaría una dictadura de la “objetividad científica” que si bien, de algún modo, provocó el perfeccionamiento de disciplinas como la crítica literaria, también la hizo alcanzar, en algún caso, límites grotescos. Muchos estudios universitarios por ejemplo, pretendiendo presentar análisis totalmente objetivos, científicos y formales de los textos literarios, construían, “fabricaban” libros en donde no existía ni se encontraba emoción ni “alma” alguna, alejándonos del goce y disfrute de la lectura. Pareciera, en según qué casos, que la obra literaria se había adaptado a un molde crítico para ser comentada. Y que no había sido observada como lo que posiblemente es: un objeto vivo, cambiante y en movimiento. Probablemente porque el orden político que se encontraba detrás del positivismo como del dogmatismo religioso, no estaba interesado en permitir que el mundo y sus cosas “fluyeran” en libertad sino todo lo contrario.
Hago este comentario, no porque crea que pueda aportar nada nuevo a alguien. Toda persona que ha trabajado en contacto con las obras de arte y tiene un mínimo de sentido común, habrá reflexionado en términos semejantes. Y aunque no esté de acuerdo con los comentarios pasados, al menos los habrá tenido en cuenta para forjarse su propia opinión sobre este asunto. Lo hago porque, desgraciadamente, los tiempos que estamos viviendo, nos obligan a repetir este tipo de contenidos una y otra vez. Aunque intuyo que, probablemente, en próximas décadas y, desde luego, siglos, los ciudadanos habrán superado del todo este tipo de prejuicios. Los verán como una rémora del pasado, una especie de superstición y un pensamiento que atenta contra su libertad individual e íntima pero entiendo que todavía no ha sido así. Estamos en trance de pasar a un nuevo estadio de conocimiento en la forma de pensar y concebir la cultura así como de interpretarla pero todavía no damos el paso definitivo. De todas maneras, el cambio es inevitable. Siempre y cuando Internet siga siendo un espacio libre en el que la intervención de los estados sea mínima.
Pocos tendremos dudas de que, gracias a la existencia de la, así llamada, “red de redes”, nuestro yo individual está convirtiéndose en un yo más múltiple. Lo que, progresivamente, está haciendo realidad los aforismos y predicciones de Fernando Pessoa (e incluso amplificándolos) puesto que ya no es que nuestro yo sea multitud sino legiones de multitud. La entrada de Internet en la vida cotidiana ha provocado que, por ejemplo, tengamos la posibilidad de abrir varias ventanas en nuestra computadora y leer diferentes artículos a la vez en tiempos discontinuos que se relacionan entre sí alternativamente, sin un orden prefijado o, sin más ley que la que dicten los gustos del propio individuo. El uso del ordenador personal ha permitido, asimismo, que podamos leer distintos libros mientras consultamos diversos textos colgados en la red o respondemos rápidamente un mail y escuchamos la música que se nos antoja aleatoriamente. Sin ir más lejos, yo, durante el pasado verano, he estado leyendo como unos treinta libros que he ido alternando con la contemplación de otras tantas películas y discos. Es cierto que apenas he terminado ocho de los que inicié -entre los que se encuentran desde obras clásicas como Las 1001 noches o El Decamerón, manuales de alimentación o de meditación hasta tratados sociológicos y políticos- pero esto no tiene por qué ser una rémora. La mayoría de ellos los terminaré en su momento. Cuando deba ser. No cuando me lo impongan. Y, en cualquier caso, la posibilidad de consultar y de ir leyendo frases de cada una de estas obras en combinación con las de otras, ha permitido que haya retomado con renovadas ganas el arte de la lectura y que muchos de los artículos y libros consultados se me revelen de formas desconocidas hasta entonces.
El contacto entre varias obras que, por algún oscuro azar, voy descifrando alternativamente modifica la visión que de estas tengo, amplia mis expectativas y abre mi mente a novedosos y, en ocasiones, arriesgados modos de leer que, de algún modo, se corresponden con nuevas y plurales formas de entender la existencia. Una existencia que fluye constantemente y me obliga a variar incesantemente la opinión que tengo sobre mí y los libros. Lo que me conduce a experimentarme en total libertad de una manera que nunca hasta entonces había sentido y que no tengo otra opción que celebrar.
Por esto no comprendo a quienes se empeñan en ordenar métodos de lectura. No sólo porque yo esté sumergido ahora en esta concreta y particular manera de leer. Sino porque, en esencia, no es sano. Hay libros de los que tal vez sólo nos interesen unas líneas como existen otros de los que tan sólo algunas páginas. En ocasiones, nos sentiremos fascinados por un capítulo en concreto y, en otras, por la obra en su conjunto. Querer entonces que los ensayos, novelas o colecciones de cuentos se lean de principio a fin o de forma horizontal, lógica o reglada, parece espurio. En algún caso, una forma de manipulación. Porque esto puede hacer que el lector piense o califique a su propia lectura como no correcta, que él mismo sea su mayor crítico y terminar con el placer que proporciona esta maravillosa actividad. Algo, por otra parte, que, con certeza, interesará a la policía política -gobernantes- e intelectual -Universidades- de nuestra época. Puesto que si abandonamos los libros, dejamos de leerlos o nos concentramos únicamente en uno, -generalmente elegido por los mass-media- nos ocurrirá, probablemente, lo que sucedió a aquellos dos jugadores de ajedrez que protagonizaban un excelso, maravilloso poema de Fernando Pessoa: que, concentrados en el juego, no salieron a defender su patria cuando era invadida por unos soldados extranjeros y, en el momento en que comprendieron que iban a morir, ya era tarde para realizar acción alguna.
En realidad, el mundo en que vivimos actualmente es tan proteico y caleidoscópico que es muy difícil mantener una actitud crítica y lúcida frente a sus acontecimientos si nos centramos únicamente en un libro y continuamos leyendo e interpretando a la manera tradicional. Es cierto que, como indica la máxima teosófica, “todo está en todas las cosas” y que, profundizando en un único texto, podemos encontrar muchas respuestas -siempre que hagamos las preguntas pertinentes y lo abordemos desde el punto de vista adecuado- a gran parte de las cuestiones de nuestro tiempo. Hace poco, leí, por ejemplo, el imprescindible El cerebro del mundo de Adrián Salbuchi y obtuve una visión muy precisa y acertada sobre los efectos y porqués de la globalización así como sus futuras consecuencias. Además, conseguí tener al fin una explicación concisa y convincente de las razones por las que EUA perdió -supuestamente- la guerra del Vietnam o un hecho tan descomunal -y todavía muy poco estudiado y analizado- como la caída del comunismo a fines de la década de los 80. Pero si somos sinceros, reconoceremos que no es fácil encontrar un libro que sea compendio, foco y resumen de la situación actual de nuestra civilización. Al menos desde el romanticismo y la época de Hegel, se reconoce que es imposible. Pero esto no significa que no haya métodos como el que planteo aquí, para ir trazando mapas, cartografías desde las que leer el mundo y mantenerse en un estado de, digamos, sabia y lúcida consciencia armónica. O como se quiera llamar. Porque lo que se trata es de que los poderosos no traten más como idiotas al pueblo, de resistir y abrir al fin las posibilidades culturales a una gran parte de la población.
Es obvio que leyendo, tal y como yo lo hago -lo que, por otra parte, quiero dejar claro que no recomiendo a nadie pues cada uno debe hacerlo de la forma más afín a su personalidad- se puede perder parte de la profundidad de determinados libros. Pero también lo es, que esto dependerá siempre del propio lector, su sensibilidad y gustos y que, al contrario de lo que se podría pensar, descifrar ciertos pasajes de un texto mutante de Mario Bellatin como, por ejemplo, El libro uruguayo de los muertos tras haber leído tres o cuatro capítulos de Moby Dick, puede ser una experiencia sugestiva que cambie, de algún modo, ambas obras. Y no creo que mi forma de leer estos libros altere en algo su carácter o que pierda algo de su sabroso contenido. Al contrario, si lo hago así, es porque pienso que lo multiplico y extiendo, además de abrirlo, a posibilidades inéditas que ni siquiera el mismo texto manejaba en principio, por más que estaban inscritas en su ADN.
Leo un aforismo de Friedrich Nietzsche y, a continuación, uno de los poemas en prosa de Charles Baudelaire, y en mi cerebro comienzan a formarse nuevas correlaciones antes no entrevistas mientras mis neuronas se sienten estimuladas como nunca previamente. Tras Baudelaire, llegan varias páginas de Sófocles, un capítulo de una novela de Gore Vidal y algunos párrafos de otra de Pynchon que combino con distintos artículos rabiosos sobre la situación económica y política actual y un nuevo texto se ha formado en mi cerebro sin que esto signifique acabar con los sentidos y significados con los que fueron escritos originalmente los anteriores. Al contrario, estoy disfrutando y siendo estimulado de forma muy gozosa. Algo muy lógico. Y que debería ser habitual. Porque la literatura está hecha para los lectores. Y debería ser considerada, por tanto, la fiesta del lector y no la del escritor.
En buena medida, ensayistas como Jacques Derridá y su teoría de la deconstrucción así como bastantes de lo teóricos que se han ocupado de la estética de la recepción durante el siglo XX, pusieron el énfasis en esto: ofrecerle al lector y a la lectura un protagonismo que, interesadamente, el poder en la sombra había disminuido. El problema es que aquello que pretendían -conceder autonomía y singularidad a las interpretaciones que cada uno de los lectores particulares hacía de los libros y, por tanto, de la realidad- no obtuvo la resonancia y el alcance que pudo tener por varios motivos concretos. Sobre todo, porque como debían escribir sus obras en un lenguaje crítico complejo -necesario para ser respetados y poder ir imponiendo sus teorías en la Academia científica-, finalmente, sus visiones se hacían obtusas, incomprensibles para el gran público. Lo que, probablemente, agradaba al Poder y los representantes de la Academia quienes probablemente ya habían previsto este hecho y trazado un inteligente plan para tenerlo todo bajo su control: aceptar, permitir que esta teorías se integraran en su complejo sistema pues, de esta manera, podían aparentar poseer un talante democrático e igualitario y, además, se aseguraban el dominio sobre ellas, consiguiendo restarles parte del primer temperamento e impulso rebelde, democrático del que surgieron. Esto es; podían robarle el gozo al lector y tener sujeta su posibilidad de interpretar los distintos textos literarios, sociales, deportivos, políticos.
Probablemente, todo este mar de confusión y equívocos surge, como ya vislumbrara Friedrich Nietzsche, entre otros muchos motivos, por considerar los nombres como realidades y verdades y no como meras posibilidades. Michel Foucault no dudó en su momento por ejemplo en indicar que estas normas venían dictadas desde unos centros de poder que tenían la misión de controlar la utilización del lenguaje y sus interpretaciones. Lo que hace muy arriesgado o difícil realizar planteamientos como los que estoy exponiendo que tienden a ser mal interpretados o criticados sin piedad. Por lo que intentaré ofrecer una ejemplificación de lo que pienso sin apoyarme en un texto escrito. Ya que estoy convencido de que si lo hago con imágenes y música, se me entenderá más o, tal vez, se me “intentará” comprender mejor.
El verano pasado, -lo cual, supongo, resulta razonable, dado mi forma de leer- alterné mi tiempo escribiendo tres libros. Sentía que así debía ser. Que todos ellos se beneficiaban mutuamente de este hecho. Además de que los yoes que habitan dentro de mí, se sienten mucho más realizados cuando trabajo en varios. Obviamente, llegará un momento en que deba centrarme en uno solo. Pero esto me lo dictará la propia vida o la escritura. Por lo que, mientras tanto, los voy hilando al compás de mis sentimientos. Uno de ellos se llama De rerum naturae. Me cuesta indicar cuál es su temática. Me gustaría que fuera una oda a la naturaleza. Pero lo cierto es que, aunque en su interior coloco todo tipo de citas, inventadas o no, de distintos poetas sobre árboles, bosques y campos, la mayoría del libro se ocupa de determinados iconos, símbolos, actores, películas y novelas norteamericanas. Digamos que, hasta el momento, el libro es una especie de exploración del alma de aquel país. Nada nuevo por otra parte. Lo que no tiene por qué invalidar aquello que he escrito ni el placer que siento al escribirlo. Ya que al trabajar en esta novela -que estoy estructurando como si fuera una especie de carrousel- me veo obligado a revisitar ciertos episodios televisivos o films que tenía olvidados con la consiguiente satisfacción que este hecho arrastra consigo.
Hace poco, por ejemplo, estaba observando un capítulo de la serie El fugitivo que puse en pausa por unos instantes para consultar una escena de otro producto televisivo con el que tiene -bajo mi punto de vista- bastante en común- El prisionero-. Y, tras unos minutos viendo la serie protagonizada por Patrick McGoohan, decidí abrir otra ventana en youtube buscando escenas de Acorralado -la primera película de la saga Rambo– puesto que algunas partes de su argumento, se me antojaba que tenían puntos en contacto con El prisionero y, sobre todo, El fugitivo. Me parecía entonces que podía hilvanar un párrafo para mi libro De rerum naturae en que relacionara estas obras. Y cuando me sentía ya preparado para hacerlo, me llegó un mail de un amigo mexicano en que me preguntaba si iría a alguno de los conciertos, que Metallica ofrecerían en el foro Sol del Distrito Federal (México). Vivo actualmente en Xalapa (Veracruz) y, aunque la distancia entre ambas ciudades no es mucha, mis prioridades ahora son otras, por lo que le contesté -sin dejar de agradecerle su propuesta- que no asistiría. Contestar el correo electrónico, me desconcentró de mi tarea de escribir y decidí irme a correr escuchando varios discos de Metallica.
Fue entonces, mientras trotaba alrededor de los bellos lagos de Xalapa, que un afluente de nuevas conexiones se agolparon en mi cerebro. Al escuchar los gritos y ritmos brutales, monumentales compuestos por el grupo norteamericano, se comenzaron a aglutinar en mi mente varias imágenes de Acorralado y de muchas otras películas cuya acción transcurre durante los años de la guerra de Vietnam o, como en el caso de la película protagonizada por Silvester Stallone en los años inmediatamente posteriores. Esto provocó que las letras y gritos de rabia, violencia y desesperación contenidos en discos como Kill’em all o Ride the lightning comenzasen a tomar otra significación. Hasta entonces, cuando yo escuchaba esas canciones, me contentaba con darles la típica y manida interpretación consabida por todos. Es decir; que son una especie de exabruptos surgidos del rabioso alma de unos muchachos recién salidos de la adolescencia que se rebelaban contra el sistema capitalista -que, más tarde, los absorbería- y procedían de los extrarradios de una sociedad industrial inhumana a la que retrataban y criticaban sin piedad. Sin embargo, al escuchar estas melodías, mientras acudían a mi cerebro imágenes de películas como Rambo, Desaparecido en combate o Apocalipsis now, mi interpretación de ellas comenzó a variar. De hecho, empecé a disfrutarlas más porque, al mezclarlas con secuencias de El cazador, Platoon o La chaqueta metálica, me parecieron la banda sonora ideal para describir el horror y la matanza sin fin que supuso Vietnam.
Así, mientras aceleraba el paso, y escuchaba aquello de «Fighttt fireeee with fireeee», me complacía en elucubrar una teoría que hasta entonces no había tenido en cuenta. Esto es; la posibilidad de considerar el trash-metal y los primeros discos de Metallica en concreto, como una de las primeras manifestaciones musicales aparecidas, años después del final de la guerra, por influjo de lo que supuso Vietnam. De alguna forma misteriosa, en aquellos momentos, todos los versos de esas canciones remitían a la desesperación sentida por una generación de jóvenes que crecieron viendo la masacre cometida en Vietnam; una generación a los que les había tocado ser niños cuando miles de soldados tullidos regresaron a su patria siendo tratados como escoria y con indiferencia. Sí. Aquel día para mi no existían dudas. La violencia musical que reflejaba el trash metal, la crudeza de los discos de Metallica eran una respuesta feroz así como una metáfora muy precisa para retratar una sociedad cruel, repleta de agujeros negros a la que este grupo hacía referencia indirectamente con canciones que forjaban la banda sonora ideal de los horrores cometidos en EUA tras la muerte de Kennedy y, durante la época Nixon, cuyo mayor reflejo era Vietnam. Eran -en su monumental aspereza y dureza- la sintonía musical adecuada para referirse al desprecio que tantos norteamericanos sintieron hacia esos soldados heridos, esquizofrénicos, maníaco-depresivos a los que los miembros de Metallica se acostumbraron a ver en reportajes televisivos, películas o cerca suyo, cuando ni tan siquiera pensaban dedicarse a la música.
Al volver a mi cuarto, decidí escribir un texto sobre los dos primeros discos de Metallica y el por qué y cómo eran muy difíciles de entender sin tener en cuenta las consecuencias de la guerra del Vietnam. Pero pensé que nadie lo comprendería porque -dirían- se apartaba de la versión oficial y no dejaba de ser una interpretación subjetiva mía sobre un hecho no demostrado, y finalmente, no lo hice.
En realidad, esto es únicamente un ejemplo más de los muchos a los que podría referirme. En cientos de ocasiones, -de hecho, cada vez más- me han ocurrido este tipo de anécdotas que me han llevado a hilar reflexiones que, finalmente, no he escrito. E intuyo que esto le ha ocurrido a muchas otras personas. Lo que no me parece justo. Porque el temor al aparto policial represivo crítico no tendría que hacernos pensar que nuestros pensamientos están equivocados o, al menos, evitar que los compartamos con los demás, haciéndolos también disfrutar de las novedosas conexiones que surgen cuando nos dejamos ir libremente entre los textos, películas y discos.
Obviamente, este tipo de interpretaciones se puede extender a los más variados campos de conocimiento y un gran número de eventos. Por ejemplo, a un festival como Sonar -al que he asistido en varias ocasiones-, del que no puedo recordar ahora un concierto en concreto que me fascinara porque, desde hace años, cuando asisto a un espectáculo de este tipo, no me siento interesado tanto por lo expuesto y desarrollado por tal o cual grupo en particular sino por lo realizado por todos ellos en su conjunto. De hecho, para mi, los festivales musicales son algo así como conciertos interpretados continuadamente, durante horas, sin prácticamente interrupciones, por un conjunto de individuos que colaboran -lo sepan o no- a la construcción de una obra “total” de larga duración. Y, por consiguiente, los cambios en los nombres de los músicos que ejecutan la “pieza” así como las variaciones de estilo en el momento de interpretarla, no dejan de ser lógicas modificaciones necesarias para ofrecernos la mejor versión de la única canción escuchada durante el día que, además, -dado que es habitual que se celebren varios conciertos al mismo tiempo- suele desdoblarse y ramificarse continuamente por los diferentes espacios en que se desarrolla el concierto. Aspecto este último que provoca que, cuando en un escenario se haga el silencio, esto no signifique para mí, más que una mera variación en la representación de la obra de arte que continúa en otro lugar, en ocasiones, de forma inesperada, rompiendo, aparentemente, el tono musical mantenido por los músicos que estoy contemplando.
Sé que esta idea no es original. De alguna forma, Johann Gottfried Herder y muchos de los integrantes del movimiento romántico, “Sturm und Drag”, tenían esta misma concepción de las obras literarias en su conjunto. Y es muy habitual en las vanguardias de principios del siglo XX. Simplemente, la cito aquí para ofrecer un testimonio más de las posibilidades que podríamos manejar si pusiéramos en el mismo nivel que a la razón, la intuición, la pasión y la imaginación. Que es lo que tal vez pretendían Brian Eno y Peter Schmidt cuando, décadas antes de la irrupción de Internet y en un momento en que la influencia surrealista se había diluido mucho, crearon las Estrategias oblicuas -un juego de cartas en las que se incluían frases, citas, consejos y paradojas que, a modo de oráculo, ayudaban a resolver los problemas que se les planteaban a los artistas en el momento de la creación- contribuyendo a construir vías a través de las que podría transitar el pensamiento y la literatura del futuro. Como también lo habían hecho antes, Gilles Deleuze y sus libros filosóficos repletos de todo tipo de sugerencias, construidos para ser leídos de tanto en tanto y a saltos; y sí, -aunque no guste y no quede bien actualmente hablar de estos textos- libros como Rayuela de Julio Cortázar, Manhattan Transfer de John Dos Passos, Contrapunto de Aldous Huxley o el, para mi, injustamente denostado, El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell: obras todas ellas que experimentaban con las distintas formas de contar una historia, alternaban distintos tiempos y personajes de forma simultánea y contribuían, de una forma u otra, a que la conversación múltiple, la experiencia plural se produjera, los espacios y lugares se disgregaran y el pensamiento se acelerara y mutara constantemente en busca de centros “de libertad” en los que no ser controlado.
En fin, quienes se oponen a lo anteriormente propuesto, sostienen que esta forma de pensar puede caer en todo tipo de excesos y arbitrariedades. Y estoy totalmente de acuerdo. Pero esto no la invalida en sí misma, no tiene porqué condenarla a “no ser”. Al contrario, pienso que, en el futuro, comenzarán a surgir todo tipo de interpretaciones heterogéneas de los textos culturales, producto de las nuevas formas de leer y vivir que comenzamos a experimentar en la era Internet. Porque su no-existencia sí que es un crimen. Un atentado contra la pluralidad. Una terrible negación del placer. Y, en cualquier caso, hemos de tener en cuenta que si estas interpretaciones no son válidas y pertinentes, ya se encargará el paso del tiempo de dictar sentencia.
Mientras tanto, yo sugeriría disfrutar, si es que esto es posible, con los textos literarios. Gozar, jugar y experimentar con ellos. Pues realizando esto último, nos igualaremos a los niños, recuperaremos nuestra inocencia y fortaleceremos nuestro corazón. Requisito imprescindible para que el mundo no se desmadeje, ahora que el Fascismo neoliberal aprieta y, prácticamente, sólo podemos interpretar la actualidad de los países occidentales bajo un único prisma: el dibujado con clarividencia por George Orwell en 1984 y Aldous Huxley en Un mundo feliz. Libros cuyos presagios y postulados, progresivamente, se están haciendo realidad porque, posiblemente, la mayoría de personas no son capaces de interpretar de distintas formas un mensaje, jugar con él, analizarlo y transformarlo a su antojo. Algo que, en cierto modo, está haciendo Alan Moore, como demuestra su divertido e intenso trabajo La liga de los hombres extraordinarios y muchas de sus obras clásicas –Watchmen, From Hell, V de vendetta– consiguiendo ir, más allá de lo planteado por Jorge Luis Borges en una de sus más citadas, recurrentes tesis. A la cual recurriré ahora pues me parece ideal para terminar de hilvanar este discurso.
En Pierre Menard, autor del Quijote, el escritor bonaerense invitaba a leer La Odisea o La Imitación de Cristo como si la hubiese escrito Louis Ferdinand Céline. Lo cual, efectivamente, -estaremos de acuerdo- es muy estimulante. Pero el problema, a mi entender, es que, casi más de cincuenta años tras la escritura de este cuento, esto ni siquiera se ha realizado o planteado. Conozco muy pocas personas que lean En busca del tiempo perdido como si hubiera sido escrito por Charles Baudelaire, La Migala por Albert Camus, Las minas del rey Salomón por Emilio Salgari o La locura de Almayer por Edgar Allan Poe. Y sucede que, bajo mi punto de vista, estamos comenzando a necesitar, no ya que se interpreten los textos literarios como si hubieran sido escritos por diferentes personas sino que, al tiempo que los escritores construyen sus propias obras originales, comiencen a reinterpretar textos ya escritos (como, con mayor o menor fortuna, -ahí no entro- ha realizado Agustín Fernández Mallo con El hacedor), y retomen personajes literarios enterrados -alguna editorial ya se ocupa de esto-.
¿Por qué? Probablemente, para responder esta cuestión habría que construir un ensayo completo y rehacer este artículo pero, de momento, me atrevería a contestar lo siguiente: por la necesidad que existe en la psique colectiva de desacralizar el texto escrito, dotarlo de vida -a lo que ha contribuido enormemente Internet- y comenzar a hacer girar a nuestro antojo a personajes que continúan fascinándonos porque todavía no nos han dicho todo aquello que debían. Y, en esencia, nos pertenecen. Como yo experimenté aquellos días en que volví a escuchar los discos de un ya veterano grupo de metal, Metallica, y la sangre de los muertos de Vietnam parecía escupir mi rostro; y mezclarse con las historias de horror de Stephen king cuyo pavor comprendí entonces que nacía o -digamos mejor- existía la posibilidad de que surgiera y se viera influenciado por todos aquellos infaustos años en que EUA mantuvo su invasión en el país asiático. O, ¿no es Carrie, al fin y al cabo, el retrato angustioso de una adolescente (la tierra norteamericana) violada en su honor por la estupidez de una sociedad hipócrita, idiotizada y carente de luz capaz de conducir a muchos de sus hijos a la muerte mientras mira para otro lado? Habrá, supongo, que preguntárselo a algún crítico, político o profesor universitario para saberlo. Shalam
الصبْر مِفْتاح الفرج
En el país de las palmeras, se alimenta el asno de dátiles
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