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El exiliado

Abr 6, 2018 | 0 Comentarios

Si Cioran es la viva imagen del hombre caído, un filósofo que parecía haber experimentado junto a Adán y Eva la expulsión del paraíso, Witold Gombrowicz es la del hombre exiliado. Tanto que llegó a exiliarse incluso de la patria por excelencia de los exiliados. Ese castillo aislado llamado filosofía.

Gombrowicz es una de las mentes más incómodas del siglo XX literario. Sobre todo, porque lo que dijo, lo dijo a media voz. Sin levantar el tono. Sin darle más importancia de la justa a la cultura. Varios de sus libros, de hecho, son parecidos a diálogos de bar. Están escritos como si el lector estuviera tomando una copa de vino con él. Porque, en realidad, no buscaba cómplices ni devotos seguidores. Buscaba tan sólo un poco de compañía. Alquien con quien matar el hastío. El escritor polaco escribía más para no morirse de aburrimiento que para defender tesis, constatar algún hecho o identificar certezas. No le importaba tanto escribir novelas o fundar los cimientos filosóficos del nihilismo como no aburrirse. Y por eso no encaja en ninguna parte. Ni en la literatura argentina -país donde residió prácticamente un cuarto de siglo- ni en la polaca. Pues aunque es cierto que esa característica -no encajar- es tan argentina como polaca, también lo es que Gombrowicz la retorció aún más de lo normal. Convirtiéndose en un excéntrico entre excéntricos. Un disidente entre disidentes.

Algunos de sus libros se encuentran muy cuidados. Llenos de sutiles descripciones y deslices narrativos que contribuyen a crear una atmósfera de extravío. Locura, decaimiento y abandono. Y otros son directamente esbozos. Su estructura se cae, no se sostiene, pero en ellos hay multitud de reflexiones puntillosas.

Gombrovicz era un pensador agudo. Muy agudo. Un observador brillante cuya obra maestra fue su propia vida. Su original manera de pensar. Y por ello, probablemente sus textos más recomendables son sus diarios y sus performances más recordadas, sus entrevistas. Pero cuando escribía en serio, era denso y lúcido. Describía el vacío contemporáneo con agudeza y extremo cuidado.

Gombrowicz era una mezcla entre un artista del absurdo, un nihilista y un cómico. Un ácrata y un rebelde. Alguien empeñado en pasar desapercibido, a pesar de ser inimitable. De hecho, se puede imitar a Kafka, a Lautremont o a García Márquez pero no a Gombrowicz. Pero aún así, su sello es absolutamente inconfundible. Trae consigo maremotos de hastío y soledad y un fino humor carnavalesco que convierte sus libros en trampas. Cárceles explosivas.

Ciertamente, era un hombre contradictorio. Casi no tenía ego literario pero estaba extremadamente preocupado por la estética de sus novelas y cuentos. Y, a pesar de su cuidadoso estilo, en cuanto podía desaparecía de ellos. Tal vez incluso hubiera sido feliz si hubiera conseguido borrar todos sus manuscritos y pasar a la historia como uno de esos fascinantes escritores del no. Aunque yo creo que ni con esas. Porque al menos yo leo su obra como un inmenso canto a la incomprensión humana. Todos sus textos ponen de manifiesto que el ser humano no es tanto un ser racional como un ser absolutamente incapaz de ponerse de acuerdo consigo mismo. No digamos ya comprender a los demás.

Obviamente, se antoja estéril buscar un mensaje en su obra. Gombrowicz era de esos escritores que con una sola frase era capaz de desmontar siglos de progreso y evolución. Que se deleitaba en el sinsentido y se sentía cómodo en el caos. En esencia, era, sí, un escritor inclasificable. Un existencialista satírico. Un nihilista irónico. Un escritor de actitud bucólica y tez seria. Un bohemio ácido. Un adolescente con el cuerpo de un adulto y un adulto con la mente de un anciano. Uno de esos escritores del Este de Europa que iban poco a poco corrompiendo el edificio burgués de la cultura y escribían como si cada día anunciara un nuevo Apocalipsis.

Probablemente, Gombrowicz era un destructor. Estaba en contra de muchos de los lemas y mantras occidentales. Consideraba a la educación como un método obsoleto y estéril y a la juventud como una época en la evolución del ser humano sobrevalorada dado que estimar el apogeo físico como un valor absoluto superior al resto era tanto un error como una desconsideración. Casi una falta de respeto a la humanidad y a su posible creador.

En cualquier caso, tampoco hay que tomar muy en cuenta sus reflexiones. Él mismo reconocía no tener ni idea de qué decir sobre el ser humano aunque es justo reconocer que en esa frase ya había más filosofía y honestidad que en la mayoría de tratados del siglo XX. De hecho, en cierto sentido la obra de Heidegger es una enorme digresión sobre esta certera reflexión. Aunque obviamente, Gombrowicz no afirmaba esto con frustración ni tampoco con curiosidad o asombro sino con cierta satisfacción mórbida. Casi complaciéndose con la idea de no-saber y el ridículo humano.

Como dije anteriormente, creo que la obra de Gombrovicz es un elogio de la incomprensión pero también de la estupidez. Pienso que es un escupitajo a dos virtudes entronizadas por Occidente en la cima de la evolución: la inteligencia y la racionalidad. Su obra no resuelve ninguna cuestión ni da respuesta a ningún pregunta. Ahonda en el caos. Se carcajea en la nada. En un banquete de escritores, Gombrovicz sería la sombra incómoda. Lo mismo se pondría a comer con las manos que guardaría un silencio sepulcral como, si en vez de encontrarse en una celebración, estuviera en un funeral. Pienso, en verdad, que una de sus vocaciones frustradas fue la de enterrador. Porque hubiera disfrutado muy profundamente de poder arrojar la filosofía en un ataúd.

Gombrovicz era raro. Era un escritor que escribía como un filósofo y un filósofo que pensaba como un escritor. Alguien que escribía como si estuviera muerto. Era una hierba mustia en el jardín de la literatura del siglo XX. Parecía que en vez de un lápiz en los dedos, llevaba una pala en las manos. Y que le interesaba más describir los escombros y los desechos que los paisajes y las catedrales. Cuando lo leo, siempre escucho una sinfonía. Una melodía grácil, sí, pero obstruida por los ruidos de fondo. Porque el artista polaco esquivaba todos los ideales y por supuesto, la pureza. Disfrutaba más masticando que con la comida en el estómago. Más escribiendo que al ver sus libros publicados. Era, en definitiva, un niño grande con una misión: decirle a los aficionados del arte que sus reyes estaban desnudos y a todos nosotros que cada día que pasa, nos encontramos más cerca de la destrucción totalShalam

إِذَا أَرَادَ اللَّهُ هَلاَكَ النَّمْلَةِ أَنْبَتَ لَهَا جَنَاحَيْنِ

Quien juega con la belleza lo hace con un cuchillo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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