Algunos de los momentos más intensos e irrepetibles de mi vida los he pasado en La Bombonera. Un estadio de fútbol lleno de magia que es mucho, mucho más que un recinto deportivo. Es casi un coliseo. Un templo laico. Un mágico y envolvente lugar que convierte a los futbolistas en gladiadores y al público en una masa compacta que grita por un solo pulmón y desde un solo corazón.
Dicen que el suelo de la Bombonera se mueve cuando está llena y los hinchas saltan emocionados por la salida de su equipo al césped y juro que es verdad. Esas paredes tiemblan, laten, ríen, gritan y rugen. En sus gradas, los aficionados se transforman en lobos, pierden la cabeza y llegan a un grado límite de comunión con el equipo azul y oro parecido al que se vive en los rituales religiosos. A la Bombonera no se va a contemplar fútbol. Se va a vivir una experiencia.
Durante varios meses, conforme atravesaba sus puertas, yo sentía que iba más a participar en una orgía rockera que a contemplar un espectáculo deportivo. Boca Juniors sale ganando todos sus partidos por jugarlos en esa cancha y con esa hinchada. Los aficionados saltan como monos, queman bengalas, se hacinan frente a las vallas como hombres desesperados y gritan hasta quedarse afónicos.
Es difícil ver un partido tranquilo en La Bombonera. Observar con objetividad las incidencias del juego. Los aficionados solemos estar tan atentos a lo que ocurre en el campo como en las gradas. Pagamos no sólo por ver a Boca Juniors sino por estar en el templo. Por poder formar parte de esa hinchada y experimentar sensaciones comparables a las que se viven en una montaña rusa. Me recuerdo, por ejemplo, cayendo alocado junto a decenas de personas más después de un gol de pillo de Guillermo Barros Schelotto contra River y a continuación, abrazándome con varios desconocidos en el suelo que no se cansaban de festejar y gritar en voz alta y me besaban como si fuera su hermano. Y también recuerdo días en que me sentía en medio de un huracán, un torbellino. Saltando como si no hubiera mañana y mi vida dependiera de un gol de Palermo o Carlitos Tevez.
Ir a La Bombonera es también, a veces, una experiencia peligrosa. Es difícil que si estamos en calma suframos una agresión pero cuando me he colocado cerca de los Barras Bravas, he visto pistolas y cuchillos. Y he sentido que cualquier cosa podía suceder. He visto tremendas agresiones a incautos que desobedecían una de las órdenes de los jefes de las Barras y peleas inmensas entre hinchas de Boca y de otros equipos del fútbol argentino.
A veces acudir a la Bombonera era como asistir a una batalla. Casi siempre un ritual. Tuve la suerte de alquilar una casa a quinientos metros del campo y las mañanas de partido me despertaba muy temprano y sonriente. Con la sensación de que iba a vivir algo muy especial que se iba acrecentando con el paso de los minutos conforme los gritos de los miles de fanáticos iban inundando las calles.
Boca no es un equipo de fútbol. Es mucho más. Lo sabemos todos sus hinchas unidos por un sentimiento inexplicable que es muy difícil de transmitir y hacer comprender a los extraños. Boca es religión, locura y delirio. Y la Bombonera, una iglesia. Al campo se va a festejar, a rezar y comulgar. Cada gol de Boca es un orgasmo. Un hijo nuevo en los cielos haciendo felices a los dioses. Y no hay mejor lugar donde celebrarlo que en la Bombonera. Un estadio que, a pesar de haber sido inaugurado en 1940, tiene el aroma de los edificios clásicos y eternos. Parece que siempre hubiera estado ahí y nunca será borrado del mapa por más planes arquitectónicos que se hagan para remodelarlo. Pues es difícil imaginar un edificio con un aura parecido. De hecho, posee tan sólo capacidad para 50000 personas pero cuando está lleno, parece que hay dentro más de medio millón de almas debido a la voracidad con que rugen los aficionados de Boca y a que su peculiar fisionomía permite que cada grito retumbe y se expanda al infinito entre sus paredes.
La Bombonera, en realidad, es como un gigantesco monstruo. Uno de esos letales. Asusta, no traiciona y lo que promete, lo cumple. Crea sobredosis de adrenalina en quien la visita, transformando el campo de juego en un violento castillo que da miedo profanar y es capaz de asustar al jugador más experimentado.
La Bombonera tiene una arquitectura -¿podía ser de otra forma tratándose del estadio de un club tan pasional?- desigual. Absolutamente irregular. Posee tres gradas enormes parecidas a jaulas donde se hacinan la mayoría de los asistentes y una fina y delgada llena de pequeños palcos que ocupan de tanto en tanto Diego Maradona y los suyos, viejas glorias futbolísticas, ricos empresarios o adinerados turistas sin ganas de mezclarse con el pueblo y la gente. Una estructura peculiar que va contra las leyes de la lógica elemental que, sin embargo, le da la consabida apariencia de una caja de bombones. Y ha provocado cientos de críticas de empresarios que, debido a la tremenda pasión que provoca Boca Juniors en toda Argentina, ven como un desperdicio de dinero el que el equipo xeneize continúe jugando allí cuando podría sin problema alguno llenar un recinto con más de cien mil personas cada domingo.
Algo en lo que todos los que hemos pisado alguna vez La Bombonera estamos en total desacuerdo porque ese estadio -insisto- no es un estadio. Es un ente vivo. Una parte de nuestra alma. Es una casa antigua llena de recuerdos entrañables que no deseamos perder y es un símbolo imborrable que contribuye a hacer de Boca Juniors el inmenso club de fútbol que es. Un equipo de guerreros que saben que cada vez que salen a la cancha deben darlo todo si quieren seguir con vida y que tienen muy claro que, de la misma forma, que no hay mayor honor que vestir la camiseta xeneize, no hay mayor emoción que la de jugar en la Bombonera. Rodeados de nubes azul y oro que presagian y casi que confirman que Boca volverá a ser campeón sí o sí. Shalam
إِنَّ الْحَدِيدَ بِالْحَدِيدِ يُفَلُّ
El dinero es igual al estiércol. Sólo sirve si es esparcido
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