En el 2003, contemplé mi primer concierto de Dick el Demasiado. Vivía yo por entonces en una Buenos Aires salvaje y frenética que aún se estaba reponiendo del estallido social producido a causa del default económico en diciembre del 2001. Circunstancia que provocaba que la cultura underground tuviera que reinventarse de las formas más inesperadas, y que un espíritu inquieto tuviera la oportunidad de experimentar todo tipo de experiencias durante las sórdidas y mágicas noches porteñas en las que, como en los cuentos de Jorge Luis Borges, siempre podía suceder algo impredecible. En aquella época hubo muchas veladas memorables. Pero de entre todas ellas, algunas de las que mejor sabor me dejaron, fueron las protagonizadas por Dick. Quien solía amenizar ceremonias llenas de confusión, baile y misticisimo y acostumbraba a cerrar festivales de cumbia en los que se juntaba la más extrema fauna porteña: público artie, bolivianos de parranda, gente con ganas de divertirse y despistados que, de repente, sin comerlo ni beberlo, se daban cuenta que estaban en el lugar adecuado por una vez en toda su vida.
Obviamente, no tardé mucho en enamorarme de su heterodoxa propuesta. A los pocos minutos, ya era yo un acólito de su iglesia musical. Porque entre loas a la fanta maría, funk de guerrilla, retazos de rap, samplers de salsa o reggae, bailarinas enmascaradas, chicos de barrio perdidos y el ambiente nocturno de una Buenos Aires decadente y espectral, Dick y sus guerreros berreaban cual cosacos, como si el mundo se fuera a destruir en unos instantes. El pirata holandés, sonriente y fuera de sí, emitía chillidos como si fuera un luchador de barrio y los ritmos caribeños se cruzaban con cigarrillos de marihuana y cerveza, en lo que parecía ser una eucaristía apocalítpica. Y a pesar de encontrarme a no más de unos metros de él, debo reconocer que no sabía bien ante quien me hallaba: si ese lunático que se desplazaba por el escenario, era un artista vanguardista, un párroco delirante que hubiera perdido la cabeza o un antiguo luchador reconvertido ahora en cantante. Aunque sí tenía muy claro la originalidad de su propuesta artística, capaz de traducir al lenguaje musical algo muy difícil, el absurdo lingüístico americano, y de conducir el humor negro de ese continente al pop de manera transgresora y risible.
Con el tiempo, llegué a conocer personalmente a Dick y a asistir a uno de sus inmensos shows en un festival vanguardista de Berlín. De hecho, le hice una jugosa entrevista para la revista El coloquio de los perros, planeamos una colaboración conjunta para el libro La bosteriada que finalmente no se hizo efectiva, (aunque tal vez algún día vea la luz), y bajo el impacto de uno de sus conciertos, escribí un texto sobre su arte-música,
Como ha pasado mucho tiempo desde que lo redacté, pero todavía me sigue pareciendo válido, lo dejo a continuación con sus correspondientes correcciones. No se me ocurre mejor manera de honrar esos inquietos y salvajes años en que fui seducido por la noche y el vicio de la peligrosa Buenos Aires. Una urbe maldita, en la que Dick jugaba el papel -ahora lo veo claro- de predicador. Pues, alzado sobre una montaña de latas y papeles, sus gritos y cumbias eran un bendito abrazo, un beso de santo en medio del fragor cotidiano.
Ahí va:
No es sencillo escribir sobre Dick el Demasiado. Básicamente, porque su música hay que experimentarla y no se puede traducir en palabras. ¿Cómo describir, por ejemplo, el extraño exorcismo que se produce en sus shows o esas canciones parecidas a los colores de los graffitis que inundan las paredes de las ciudades contemporáneas? Me atrevo a afirmar, de hecho, que muchos de los ritmos y soniquetes de sus discos, han surgido del aburrimiento. De una sensación de completo hastío ante una sociedad llena de individuos que no tienen otra filosofía que la de comer trozos de carne frente a la televisión. Razón por la que considero a su música, ante todo, digestiva. Una especie de rezo tántrico surgido de la fusión entre latas, guitarrazos y metales, cuyo objetivo es hacernos bostezar y se encuentra llena de melodías que se rehacen y deshacen sin ritmo ni frecuencia regulares. Y, en gran medida, son la banda sonora ideal para acompañar el recorrido por el estómago de toda la comida basura que ingerimos habitualmente.
Las canciones de Dick describen perfectamente nuestro mundo sin futuro, lleno de objetos de consumo arrojados a los vertederos. Dick es básicamente un artista del reciclaje. No inventa nada musicalmente. Todo lo copia. Pero la mezcla que consigue extraer, al fundir los más diversos mundos, es tan extravagante, que finalmente, consigue ser sumamente personal. Pues su propuesta sonora se encuentra muy cerca del kitsch y parodia muy inteligentemente, casi socarronamente, los clichés de su época; los innumerables ripios, versos y tópicos que inundan el mundo de la publicidad y el de la calle. Todos esos ritmos del pop, la rumba y el rock con los que este holandés sin rumbo establece un duelo a muerte en cada una de sus composiciones de las que no salen vivos ni él ni, por supuesto, el rock bastardo, el mix afro-caribeño o las canciones de amor. Ya que todo se destruye, reconstruye y vuelve a destruir en su arte. Una aspiradora del sonido de los barrios.
¿Qué o quién es Dick? Pues exactamente eso: un Demasiado. Un músico cuyos rugidos son capaces de despertar a los insectos, a los animales y a los vagabundos y de poner a bailar a los vampiros. Sus canciones, de hecho, huelen a alcantarilla, a chinchulín y a calcetín mal oliente de futbolista. Son puro corazón aunque en ellas, no existen bellas palabras que decirle a nadie, y se encuentran llenas de latas de hojalata, laurel y aceite. Expulsan tanto humo como una moto descuartizada. Y parecen tener como objetivo, conducirnos a una fiesta imaginaria donde únicamente existe una ley: dejarse ir, dejarse perder hasta decir basta y cumbia y stop y volver a fumar un poco más de marihuana junto a Tarzán.
Y, ¿qué se puede decir de sus letras y melodías? ¡Algo sencillo, venga! Que son como reflejos de ácido, cepillos de dientes o cuchillas de afeitar. Están llenas de perversos, transgresores guitarrazos de punk rumbero. Se asemejan a mordiscos, hamburguesas o a berridos de animales. No están pensadas para ser tatareadas. Y parecen haber sido compuestas con el fin de ser escuchadas mientras se repara una motocicleta o se lleva a cabo un afeitado y en cierto modo, son tanto un himno a la ropa interior como un homenaje a los calendarios de exuberantes mujeres pegados en decenas de talleres. Una mezcla entre los gemidos de Olivia Newton Jhon, los ruidos de un frigorífico y el ambiente del mercado un día de fiesta. Puro delirio que convoca un sinfín de imágenes insólitas: jóvenes saboreando chocolatinas bañadas en cerveza, titanes golpeándose en medio de un estadio de fútbol y boxedores llenando estadios con la fuerza de sus gritos.
En fin. A esto invita la música de ese búho sin ratón llamado Dick el Demasiado: a brindar por los futbolistas que luchan en las ligas de ascenso, por los camioneros que se levantan diariamente a realizar su trabajo y por la Chacaritaaa, el San Martín y el Karadajian. Y también por los que no son ni musulmanes, ni cristianos ni judíos. Y por San José. Y la música de Marte. Y porque alguien nos explique si fue la señora fanta María o fue San Mateo, quien resucitó un buen día.
Pues así es, sí, la música de Dick, llena de ritmos de Marte que dicen así:
Metralleta.
Metralleta. Mondo cumbia. Cumbia el mondo. Y arriba. Abajo. Gaseoooosaaa. Y un poquito, sólo un poquito, un poquito nada más de – Dinamita- dinamita- dinamita- di – na – mi – ta.
Son cosas de hoy. Mejor no para mañana.
Nunca, ni siquiera jamás, tan temprano ni tan tarde es……..
Demasiado para Dick.
O
El Demasiado.
Otro más de los profetas de nuestro tiempo. Aunque, y al contrario de lo que podríamos pensar, lo tiene claro. Vivimos en un mundo fácil y con un futuro seguro. Y si no es así, es porque todavía no nos hemos atrevido a ser nosotros mismos de una vez. Poner un disco, salir con una metralleta y un altavoz a la calle y apuntar a toda la gente que veamos en el metro para decirle que o baila de una puta vez o acabamos con su vida. Ya lo sabes. Ya lo sabe.
Me-tra-lle-ta.
A estas alturas, ¿qué podemos temer ya de este mundo y esta vida?
Pues eso…
Al bailecito.
O al cementerio.
Es una cuestión de sensibilidad.
Porque sólo los valientes y risueños se atreven a caminar hacia la encrucijada donde nos conduce siempre todo arte –como el de Dick– construido desde el estómago: suicidarse o vivir de una vez y para siempre. Shalam
من تسمّع سمِع ما يكْره
Del árbol del silencio, pende el fruto de la seguridad
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