Hoy es día de rituales en Argentina. Ahora mismo existe una calma tensa en cada ciudad del país. Los guerreros realizan sus últimos entrenamientos con sus maestros. Afilan las espadas y velan sus armas en las capillas de distintas iglesias. Los caballos son masajeados y alimentados como solamente ocurre cuando se les va a exigir el máximo esfuerzo. Y nadie habla demasiado en las calles. Los panaderos, carpinteros, libreros y estudiantes guardan silencio, realizan sus cábalas e intentan concentrarse en sus trabajos. Pero aún así, es inevitable que antes o después se crucen miradas y comiencen conversaciones sobre la guerra que se viene. Dos noches de puro heavy metal aderezadas con decenas de entrevistas, presiones al árbitro, aficiones locas, expulsados, lesionados y declaraciones fuera de tono. Sí. Mañana Caín y Abel vuelven a enfrentarse y probablemente los bosques ardan y los ríos se sequen a medida que uno u otro de los héroes golpeen a su adversario y lleguen los gritos de los heridos y los vencedores a los cielos.
A mi entender, el pronóstico de estas apasionantes semifinales de Libertadores es muy claro. River es favorito. Gallardo es un técnico inteligente que ha sabido conjugar perfectamente el juego de ataque y preciosista que demanda la hinchada millonaria con un pragmatismo pocas veces visto en el club. Gallardo ha logrado equilibrar la disciplina y el arte. La velocidad y la templanza. Y ahora mismo es el dueño del club. O mejor dicho, el alma. Sobre todo, porque logró insuflar aire a un equipo herido y humillado. Hundido en el barro y la oscuridad. Dotándolo de nuevo de autoestima.
Cuando River logra conectar todas sus piezas y tiene el día, nadie juega igual en Argentina. Pero además, se ha acostumbrado a ganar y eso le da un plus en esta semifinal. El equipo está integrado por un conjunto de jugadores jóvenes y aguerridos con una experiencia inusual. No sólo por las dos Libertadores conquistadas merecidamente sino por las muchas eliminatorias que ha logrado superar estando en el alambre. Con todo en contra a falta de varios minutos o teniendo que remontar un resultado adverso por despistes de concentración en la ida.
El irregular desempeño de River en la Superliga no debe engañar a nadie. Cuando las tropas gallinas se han centrado en una sola batalla u objetivo, generalmente han salido victoriosas. Es cierto que el River de Gallardo no juega como el de Ramón Díaz. Sobre todo, porque no tiene sus maravillosos tenores pero sí muchachos que creen absolutamente en su credo con los que se puede ir sin miedo a cualquier batalla.
En esas condiciones, apostar por otro equipo sería una osadía. Si a River le entra un gol en los primeros 30 minutos puede golear y sentenciar. Aunque también es cierto que el empate le puede hacer dudar y que, de tanto en tanto, sus jugadores se salen de ciertos partidos. Se van. Y si no tienen el instinto asesino, sufrirán.
Frente a la habilidad de River, Boca pone lo de siempre: huevos, coraje y orden. Lucha. El instinto gladiador. Y sobre todo, el deseo de venganza. La filosa daga con la que siempre sale al campo en las noches importantes.
Boca es un equipo peleón. Muy emocional. Pero la sangre italiana corre por sus venas y cocinan la muerte de sus rivales con frialdad. A Boca le da igual matarte de un disparo que del tajo de una espada. Lo importante para los bosteros es matar. Devolver golpe con golpe. Afrenta con afrenta. Y creo que todo el club está al fin concentrado en ello. Que, salvo imprevistos o errores infantiles, puede darle a River donde más duele y quebrarle el pescuezo ahora que las gallinas no cesan de pavonearse. No sólo por su actitud histórica sino porque, a diferencia de Guillermo Barros Schelotto, Alfaro es un técnico que no comete errores. Ha logrado que Boca se de un baño de realidad y, desde sus limitaciones, comience a construir.
El Boca de Alfaro no es vistoso pero sí es sólido. El Boca de Schelotto tuvo en su mano varias veces la Libertadores pasada. Se puso hasta en tres ocasiones por delante. Pero Guillermo no planteó bien esas dos finales. Sobre todo, la primera. Gallardo siempre le sorprendió con algo. Siempre adivinó su pensamiento. En la segunda sí que el Mellizo ciertamente supo situar a Boca de entrada en el Bernabeú. Pero las sustituciones que llevó a cabo, desestabilizaron al equipo. Lo desequilibraron. Parecían cambios realizados por el enemigo. Bombas que transmitían miedo y cierta impotencia.
Guillermo en un símbolo bostero al que respeto pero es en gran parte responsable de no haber sabido descifrar al River de Gallardo cuando más lo necesitaba su hinchada. Algo que no creo que le ocurra a Alfaro. Un técnico al que no le importa ser pitado si el equipo vence y estoy seguro de que tiene un plan que, si no hay errores, puede cumplirse. Sin importar que River juegue mejor, sea más vistoso y esté en un glorioso momento de su historia. De hecho, bastaría que pudiera contar con el Toto Salvio en la delantera para infundir miedo en el Monumental. Aunque probablemente la mejor arma del ejército xeneize para este partido es su deseo de venganza. La frialdad con la que la mafia italiana está acostumbrada a cocinar a sus enemigos cuando se siente herida. Ese puñal que guarda Caín en la espalda cuando Abel se le acerca confiado y orgulloso. Lo familiarizado que está el club con la ley del Talión. El hambre y el orgullo.
No puedo ni creo que deba añadir mucho más. Parece mentira, teniendo en cuenta que hace menos de un año que se vieron las caras en una final continental, pero Boca y River mañana vuelven a encontrarse en un partido trascendental. A vida o muerte. De esos en los que la tensión se masca en cada regate y balón dividido y por lo general, la emoción se impone al juego. ¡Mañana, sí, -repito- se viene otra guerra! ¡Que se abran la tierra y los mares! ¡Ave César! ¡Los que van a morir te saludan! Shalam
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