Las ocasiones en las que me he enfrentado a una depresión y la he vencido, lo he hecho tomando decisiones valientes. También profundizando en ella. Regodeándome con las sensaciones que me producía o la parálisis que no me permitía actuar. Intentando aprender de aquello que me sucedía. Sumergiéndome en la sensación de dolor como si fuera un submarinista con el fin de obtener alguna enseñanza. Y, en ningún caso, esquivándola. Razón por la que hace casi quince años, en medio de una crisis de identidad, decidí marcharme hacia Marruecos y en mi bolsa de viaje, incluí un libro de Thomas Bernhard y un disco, knock knock, de Smog (Bill Calahan). Pues, según mi experiencia, a la angustia no se la vence únicamente con alegría o firmeza sino con más dosis de angustia. Algo de lo que cualquier texto de Bernhard -un escritor cuya oscura voz no tiene miedo a cortar cualquiera de las cabezas de los hipócritas estamentos sociales- andaba sobrado. Como también cualquiera de los discos de Smog (Bill Calahan). Obras por lo general de una belleza desoladora e inquietante gobernadas por una áspera y rotunda voz capaz de describir con sequedad y aspereza las relaciones humanas. Ideales, por tanto, para acompañarme durante mi exilio interno.
Probablemente, Bill Calahan, un auténtico genio del neo-folk americano capaz de describir con frivolidad, seriedad y empatía las tragedias del americano medio, haya grabado discos mejores, más reconocibles y agudos. De hecho, no ha dado un solo paso en falso a lo largo de una carrera soberbia en la que ha ido progresivamente desarrollándose como músico y contador de historias. Pero para mí, knock knock es su obra de referencia con mayúsculas tanto por su aridez como por su sequedad. Su cortante acidez que provocó que, desde el mismo momento en que comencé a escucharla en el ferry hacia el país árabe, mi corazón empatizara con ella. Realmente, la personal forma de reinterpretar los códigos de la música country por parte de Bill Calahan no sólo proporcionaba acomodo, asiento a mi alma sino que, a su vez, engrandecía mi espíritu aventurero que conforme me iba acercando a la ciudad de Tanger comenzaba a revitalizarse. De hecho, llegué a sentir que era una marioneta de trapo que estaba siendo movida por un oculto mago: la voz y los compases de aquel disco de Bill Calahan. Una sinfonía de la desolación que por su insistencia en describir con acidez la sequedad y tristeza de muchas relaciones, me llenaba momentáneamente de paz; como sólo el gran arte -al no ignorar, por desafortunadas que sean, ninguna de las circunstancias de la existencia- puede hacerlo.
No sé si sería capaz de transmitir la sensación que tuve al ver las calles de Tanger desde el barco, mientras escuchaba elevarse las voces del coro de niños que aparecen en una de las devastadoras joyas de este disco, «No dancing». Fue algo parecido a sentir lentamente una aguja clavándose en mi corazón que en lugar de provocarme dolor, me transmitiera más y más paz. Recuerdo encontrarme entre cientos de desconocidos en medio de una terraza observando a lo lejos a unos niños marroquíes jugando en la zona portuaria al fútbol mientras en mi cerebro sonaba una y otra vez «No dancing» cuando, quién sabe de dónde, el espíritu de una mujer sin nombre se dirigió hacia mí y comenzó a abrazarme. Transmitiéndome que estaría protegido en aquella tierra extraña que desde el primer momento, se me abrió con generosidad y alegría como si su misión fuera acogerme y animarme para permitir que continuara con vida y cumpliera mi destino, fuera cuál fuera éste, como así ocurrió. Porque, desde luego, el viaje fue excelente, al igual que el disco de Bill Calahan, cuyas melodías y letras me hacían fantasear con el destino de quienes los protagonizaban. Personas, en su mayoría, perdidas y enredadas en crisis de pareja o personales a las que sentía muy cerca mía; casi como si fueran hermanos, pedazos de mi alma o costras de mi piel.
Aquel fue un periplo rejuvenecedor que dotó de savia nueva a mi vida. Y, por supuesto, su banda sonora fue knock knock. Al subirme a un autobús, levantarme, desorientado, en medio de un pueblo o sentir un cuchillo rozando mi cuello, bastaba escuchar la voz de Bill Calahan para que la tristeza se evaporara y pudiera encontrar orientación, paz, un sentido por el que vivir y un ritmo a través del que orientar mis pasos. Llegué a sentirme como una piedra que encontrara satisfacción cayendo de un acantilado porque Bill Calahan no había esquivado el dolor y el miedo. Al contrario, había descrito estos sentimientos y los había hecho sobrevolar en canciones donde se encontraban maniatados y doblegados, permitiéndome familiarizarme con ellos y, por tanto, ofreciéndome llaves para vencerlos o al menos sobrellevarlos. La destreza con que con tan sólo dos o tres acordes, casi de forma minimal, el músico norteamericano era capaz de conducirnos a territorios áridos, describir situaciones que ponían en juego vidas y marcaban destinos, era casi sobrehumana y, desde luego, confería fuerzas. Y, desde luego, la parsimonia con que desarrollaba cada tema también era muy inspiradora pues permitían que el oyente se relajara, sintiera fluir los acordes de estas canciones en su interior como si se tratara de alimentos, hasta hacerlos parte integral de su ser. Había momentos, («Held»), en los que parecía que los rayos del apocalipsis descendieran sobre nuestras cabezas, otros hechos para reflexionar con tristeza sobre nuestra adolescencia («Teenage spaceship») y algunos para interrogarnos sobre las razones por las que es tan difícil ser libre («River guard»). Por lo que, sin dudas, era un disco ideal para viajar, hacer kilómetros, visualizar con tranquilidad los cambios del paisaje, dejarse llevar, conocer gente y respirar en tugurios, zócalos, mercados o en el desierto. Sintiendo los rayos de sol caer sobre la frente, mientras el acorde de una guitarra solitaria se escucha a lo lejos y damos gracias a dios por continuar vivos entre montañas de arena que riegan nuestro cuerpo como si fueran agua.
En fin. No resultará difícil entender que knock knock se convirtiera para mí en una especie de oasis. Un disco que, tras mi viaje, únicamente he escuchado en momentos muy especiales. Cuando he necesitado recordar que siempre es posible encontrar una luz incluso en las situaciones más complicadas como cuando, asimismo, he creído necesario rememorar lo importante que es no bajar la guardia ni descuidarnos en las épocas de felicidad y apogeo. Ya que vivir es caminar por un desfiladero, un pozo sin agua que en cualquier momento se puede inundar. Y entender esto, como de alguna manera transmite esta árida y descomunal obra atemporal, es un pasaporte para la supervivencia y la lucidez y para seguir insistiendo en aquello que verdaderamente somos más allá de circunstancias y acomodos. Pues no de otra forma podemos hacer reír a los dioses y, en definitiva, ser felices, si es que esto es posible y deseable. Shalam
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
Añorar el pasado es correr tras el viento
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