Rimbaud lleva siendo desde hace casi un siglo más un mito que un poeta. Salvo un grupo pequeño de traductores y exégetas, a Rimbaud no se lo lee. A Rimbaud se lo celebra. A Rimbaud se lo jalea. Basta decir su nombre en cualquier reunión para que se haga el silencio. No cualquier silencio, claro, sino el silencio místico. El silencio de los silencios. Un silencio reverencial, casi sagrado, pero también totalitario. Básicamente, porque a Rimbaud no se lo discute ni se lo cuestiona sino que se lo alaba como hacen los feligreses con los santos y vírgenes en las iglesias. De hecho, hay quienes aseguran -como si estuvieran repitiendo una consigna publicitaria- que Rimbaud es poesía y viceversa. Esto es; que la poesía es, fue y será Rimbaud y el resto son sucedáneos. Meros adlátares de un reino -el poético- que comenzó, llegó a su apogeo y culminó durante los escasos años que el joven sátiro rebelde consagró a este arte entre peleas con Paul Verlaine, borracheras de absenta y vino y delirios callejeros.
Hace ya demasiado tiempo que Rimbaud no es un problema para la sociedad occidental. Que no es ni un jeroglífico y probablemente tampoco un creador o un enigma. Rimbaud de hecho es una consigna. Un slogan no necesariamente relacionado con su existencia. Es una marca. Un espíritu que se dice que recorre la literatura más viva y rebelde del siglo XX aunque no obstante, resulta difícil calibrar exactamente cuáles son sus huellas y marcas. Tanto es así que muchos la encuentran en el humo que emerge del hachís, otros en los prostíbulos y suburbios de las ciudades e incluso en unos pantalones sucios y rotos o en las cárceles llenas de asesinos y chaperos.
En realidad, Rimbaud es más un estilo de vida y una actitud que un puñado de poemas. El mito Rimbaud se ha convertido en una de las más eficaces y espectaculares performances de la poesía contemporánea. Del arte moderno en general. La palabra Rimbaud es un cajón de sastre. Un nombre común desgastado por su uso. Tanto que se le puede aplicar a James Dean, Jack Kerouac, Brett Anderson, Eduardo Benavente, Lou Reed, el primer Terenci Moix, Bob Dylan e incluso a ciertos jóvenes futbolistas que dejaron de correr por los campos en la plenitud de sus facultades sin ningún rubor. Casi como si la comparación hubiera sido decretada desde las alturas. Fuera un mandamiento divino. Una orden superior y celeste inobjetable
De hecho, lo raro es que un poeta joven no sea comparado al instante con él. Que escriba un verso, una sola palabra, una sola frase y alguien no exprese en voz alta como si se tratara de un mantra: ¡Eh aquí otro Rimbaud! ¡Otro cachorro rebelde deseoso de escupir a Dios y transformar el fuego en versos salvajes! ¡De hacer poesía con el dolor y la suciedad espiritual que inunda las ciudades modernas!
Rimbaud es la estrella solitaria de la poesía moderna. La incontaminada. Casi el principito del realismo sucio. La flecha veraz, salvaje, inocente y despreocupada del arte contra la industria. El recuerdo de los ángeles caídos. La anunciación de la llegada del cielo a la tierra y viceversa. Es el poeta que -más allá de su poesía e incluso de su talento- vislumbra la decadencia occidental y la transforma en un estado etéreo, sí, pero también definitivo.
Después de Rimbaud, sólo se puede envejecer. Occidente sólo puede ir lentamente decayendo. Encaminándose al asilo. Y por eso es un mito. Porque no se lo lee sino que se lo interpreta. Tanto que se corre el riesgo de que para explicarlo se utilicen cinco veces más palabras que las que él escribió de manera visceral en papeles arrugados mientras vivía atormentado por sus incontenibles pasiones. De hecho, Rimbaud es ante todo silencio. Unos cuantos meses delirando entre versos arrítmicos y orgasmos e inmediatamente después, un silencio bestial y oneroso cuyo estruendo sólo es comparable a los vómitos de Lautreamont y los rugidos de Artaud. Un silencio que por supuesto no deja de ser otro mito y slogan y es utilizado para ridiculizar entre otros a escritores burgueses y aburguesados, profesores de Universidad que se acercan a la poesía como si fuera un teorema lógico y matemático o a todos esos poetas que, con el paso de los años, olvidaron que la poesía es un viaje a los abismos y no un pasaporte al prestigio y los premios.
Por todo ello, Rimbaud no es ya un poeta -y menos aún unos poemas o una escritura- sino una palabra mágica. Una contraseña. Una consigna. Una bala que todo amante (y crítico) del arte guarda en su gabán para utilizar en el momento adecuado. Casi una frase hecha. Un despojo que no es tal despojo. Otra prueba más de que no se lee a los poetas sino a las imágenes que guardamos de ellos.
Lo cierto en cualquier caso es que mencionar su nombre, citar a Rimbaud, es en la mayoría de los casos tanto una reverencia como una muestra de impotencia. Una sincera exposición por medio de la que reconocemos saber que en el fondo ya se ha dicho todo, que al mismo tiempo esconde una triste verdad. Una despiadada verdad: nuestra incapacidad de decir nada nuevo. Ya sea porque el infinito no posee ya forma de cielo azul sino de horizonte rojo y negro apocalíptico o porque los presentimientos que se desprenden de los escasos escritos que dejó aquel ignoto traficante de armas se han hecho realidad. Shalam
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