La impresión cuando uno se adentra en el desierto es muy distinta de cuando lo hace en el mar.

El mar es un símbolo abierto. Una elocuente manifestación de que todo fluye y la vida no se detiene jamás. El mar habla a los vivos, es signo de mutación. Alguien que yace en sus entrañas será transformado en otra substancia. Formará parte inequívoca del ciclo de la vida y la muerte. Del mar brotan todo tipo de olores y sonidos. El mar es una manifestación de fortaleza y embriaguez. Un indicativo de que la vida es un viaje. Por eso es territorio de aventureros y de descubridores. También, claro, el mar nos remite al vientre materno. Cuando está en calma nos permite rememorar la infancia, años felices y en paz, y cuando hay temporales, nos hace pensar en diablos y guerras.  El mar, en cualquier caso, es siempre una tremenda manifestación vital. Una señal de movimiento que anuncia el peregrinaje de los espíritus.

Por el contrario, el desierto es símbolo de muerte. Basta recorrer o atisbar alguna de sus inmensas dunas para entender por qué muchos de los grandes profetas e iluminados espirituales hicieron sus retiros allí. Ir al desierto es ir a morir. Dialogar con Dios sobre la muerte. Quien vive en el desierto ha muerto ya y lo sabe. Los millones granos de arena remiten a las millones de almas que han dejado esta realidad tal y como los oasis, remiten fugazmente al paraíso y a nuestra infancia. La arena es un reflejo de nuestras vanas ilusiones. Los ricos, los asesinos, los mendigos y los músicos acabarán siendo granos de ese inmenso océano de arena. El desierto es un bálsamo para los ansiosos porque les asegura que todo instante es eterno y también para los indecisos porque les recuerda que todas las vanidades y crueldades y luchas internas acabarán enmudeciendo entre las dunas y los resplandores solares. Así que si hay algo que deben hacer, no han de dudar en concluirlo.

Dicen que los hombres más sabios se han criado en la cuna de desiertos y no me extraña. En el desierto se escucha la voz de Dios y nuestra voz interior con más profundidad y certeza que en ningún otro lugar. Es allí, entre sus secas costas, donde la eternidad vence al progreso y la técnica sin necesidad de la religión. El desierto es profundo, vasto e inmortal, como la muerte, porque reina con el silencio. Convierte la quietud en un arte. Domina sin decir una sola palabra. Basta contemplarlo unos segundos para que todas nuestras vanas ilusiones desaparezcan. El desierto es el cementerio de la naturaleza y de nuestras almas. La tumba creada por Dios para recordar a los que lo han olvidado que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Shalam

لا شيء في هذا العالم أصعب من قول الحقيقة، ولا شيء أسهل من التملق

Nada en este mundo es más difícil que decir la verdad, nada más fácil que los halagos