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Un dandy en la ciénaga

Jul 16, 2024 | 6 Comentarios

Es curioso. Si por algo se caracteriza nuestra época es por los titulares superlativos. A día de hoy, cualquier hecho superfluo es convertido inmediatamente en noticia trascendente. Por todos lados y por todas partes recibimos palabras y estímulos cuya finalidad pareciera ser convertir lo nimio en importante y lo insustancial en relevante.

Supongo que es a esta irritante característica de nuestro frívolo tiempo a la que hay que achacar la escasa relevancia que se le ha dado a la muerte de uno de esos escasos hombres que, (con sus virtudes y sus defectos, sus luces y sus sombras) merecía ser llamado escritor y poeta: José María Álvarez. Mi impresión es que sí que ha habido bastantes voces que se han levantado a homenajear al artista pero no tantas como debería haber habido, teniendo en cuenta la excelencia de su obra.

No obstante, si uno lo piensa detenidamente, lo cierto es que tiene bastante sentido que Álvarez no haya sido muy loado. Para empezar porque siempre dejó claro lo que pensaba. Un pecado imperdonable en nuestra época. Se podían estar de acuerdo o no con sus ideas pero las mostraba sin rubor. Con una pizca de orgullo que lo convertía en insoportable para sus detractores, incapaces de escarbar en las máscaras que, como todo artista, había construido para preservar su alma de los lodazales cotidianos.

José María era un poeta nobiliario, uno de esos burgueses de alta cuna que estaba más cerca de Proust que de los obreros o de los hombres de la calle. Y se jactaba de ello porque, ante todo, era un librepensador. Alguien fiel a sí mismo que no pasó a ser socialista, (de repente, por arte de magia) el día que se murió Franco ni seguía los dictados de las modas o de la opinión pública. Esa que se encarga de que la mayoría pensemos y digamos lo mismo más allá de nuestras verdaderas creencias.

En realidad, Álvarez era un artista que sólo rendía cuentas con sus deseos. En el fondo, era un provocador. Un libertino. Aunque era reservado, en vez de esconderlos, hacía gala de sus vicios y eso muchos no pudieron perdonárselo a pesar de que fueron esos mismos vicios el motor de una obra viva y atemporal. Enorme. Tan desmedida como lo es el amor, el erotismo, el sexo. Todas aquellas pasiones que, por mucho que lo intentemos, (a no ser que seamos monjes, y a veces ni con esas) no podemos controlar, dominar.

Tengo la impresión de que José María Álvarez debía de ser un hombre bastante amable en las distancias cortas. Por momentos, divertido. Pero que, a su vez, mantenía inteligentemente una pose de dandysmo y fiereza (incluso de altivez) que lo permitía preservar su espacio de curiosos, fagocitadores de tiempo y mediocres. En gran medida, es a la sabiduría epicurea con la que cultivó una imagen de ferreo artista a la que le debemos su obra. No se logran escribir poemas como los de Álvarez dando la mano a cualquiera y ofreciendo el alma sin templanza a sus semejantes. Hay que encontrar una guarida, viajar, leer, vivir, tener un don y cultivar la amistad de los vivos pero, sobre todo, de los muertos. Motivo por el que Álvarez encajaba tan bien en un hipotético retrato junto a Stevenson, Ovidio, Malcolm Lowry, Paul Verlaine u Oscar Wilde y a veces no lucía del todo junto a muchos de sus contemporáneos, con los que aparecía en las fotos un tanto tenso o con la actitud descreída del que sabe que su única amiga real es la eternidad y la mejor manera de cortejarla es a través del arte.

En su literatura y en su alma había algo muy huidizo. Álvarez era el poeta extranjero. Su tierra era su literatura. O al menos eso daba la impresión. Que había nacido entre libros y no en Cartagena. Poseía tanto carácter y personalidad que parecía que determinados edificios modernistas de su ciudad natal habían sido construidos para que él se paseara por ellos o se retratara con sus clásicos trajes y esos coloridos pañuelos que eran en sí mismos otro poema. Una parte más de su obra que permitía rememorar la memoria de ritos eróticos y bucólicos encuentros literarios.

Mi timidez y la conciencia de saber que lo mejor de Álvarez estaba en sus libros, nunca me permitieron charlar con él en profundidad. La única vez en la que crucé unas palabras con él, yo no actuaba como apasionado de su poesía sino como vendedor de libros. Se acercó al puesto en el que me encontraba y ojeó una edición nueva del mágico Atlas de Jorge Luis Borges. Parecía decidido a comprarla pero había una pequeña mancha en el lomo que no terminaba de convencerlo. Palpé y recorrí junto a él otros ejemplares del mismo libro y nos dimos cuenta de que la mancha (amarilla) era al parecer una marca de la edición. Pero ninguno de los dos estábamos seguros de que se encontrara allí por una decisión voluntaria del editor. Así que creo que al final no se llevó el libro. Lo que, en el fondo, me agradó porque se encontraba a tono con la imagen (mítica en parte) que me había hecho de él desde que lo vi por primera vez en Ardentísima junto a María Kodoma hablando de Borges con la naturalidad y respeto con la que algunos hablan de sus más queridos parientes.

En fin, queda claro que Álvarez me parecía tan gran poeta que sabía que, por muy agradable que fuera, su persona nunca podría estar a la altura de sus grandes logros literarios. Probablemente un error por mi parte del que no obstante no me arrepiento porque así he podido continuar observándolo en la distancia a lo largo de toda mi vida. Con la admiración del que todavía se pregunta cómo alguien nacido a escasos kilómetros de donde yo lo hice, podía haber escrito poemas tan elegantes y turbios. De esos que resuenan tan bien entre los canales y palacios venecianos, las costas de ciudades orientales o los sucios camerinos de un barco de piratas. De hecho, a pesar de su cultismo, sus múltiples referencias, la grandeza de la poesía de Álvarez radicaba en que poseía una inconmensurable vitalidad. Sabía a tabaco, a alcohol, a bestial y sublime polvo echado a altas horas de madrugada, a poema de Baudelaire leído en una taberna, a gemido erótico y a viaje eterno por Grecia, el Bósforo, el Mediterráneo y un par de islas desconocidas del Caribe.

La última vez que me lo crucé tampoco me atreví a hablarle. Fue en La Manga  hace tan sólo tres o cuatro años. Era invierno. Allí no había un solo alma. Caminaba yo hacia el único bar abierto en kilómetros y, de repente, lo vi. Elegante, silencioso, astuto. Con uno de sus míticos trajes. En aquel entorno, parecía un personaje recién salido de un filme de Antonioni o una novela de Vila-Matas. Casi un fantasma. Seguro llevaba un pequeño cuaderno en su chaqueta para realizar anotaciones, cerca de su pañuelo. Tal vez un libro de Pavese en un bolsillo. Me quedé lógicamente mudo. No pude decirle nada. Allí estaba, pese a quien le pese, un mito de la literatura española. Así que me situé tras un coche y vi cómo se perdía en la lejanía, en medio de resplandores marítimos (que me recordaban a Muerte en Venecia) y un entramado infernal de edificios y urbanizaciones que eran en sí mismos la viva respuesta a por qué la muerte de este artista no ha ocupado la portada de multitud de periódicos.

Cuando llegué al bar, le dije al señor que lo atiende (un amigo a estas alturas) que acababa de cruzarme con el mejor escritor murciano (con permiso de Miguel Espinosa) en siglos. Pero mi interlocutor no terminó de comprenderme porque, a pesar de ser un buen lector, desconocía completamente a Álvarez. Creo que esta última anécdota deja todavía más claro (en un mundo en el que hemos convertido a la fama en algo sagrado) el por qué el día de la muerte de José María Alvarez pasó desapercibido para la mayoría hasta el punto de que, por momentos, tuve la impresión de que nada, absolutamente nada, se había removido en la cultura. Un hecho que, en el fondo, tiene mucho de justicia poética. ¿O es que es posible imaginarse la muerte de nuestros héroes literarios de antaño (Byron, Bécquer, Poe, Melville, Cervantes, Samuel Becket, Faulkner, D.H. Lawrence, García Lorca, Albert Camus) de otra forma que no sea en el destierro, el anonimato, el asesinato, la incompresión o destruidos por el fortuizo azar, el maligno aliento de los hados y el dedo acusador de algunos de sus contemporáneos?

En realidad, la literatura (la verdadera) será siempre misteriosa. Un poco peligrosa y oculta. Nunca será completamente pasto de las masas y siempre será un puñal ensangrentado contra los críticos. En cierto sentido, la literatura es similar a la estampa de Álvarez en La Manga. Alguien completamente alejado de la realidad por haber tenido la osadía de retratar sus entrañas, sus costillas, músculos y sexo. Ese es el precio que hay que pagar por ser un Dios de vez en cuando. Por escribir libros para el recuerdo.  Shalam

لا شيء يتحقق بدون خطأ، لكن القليل جدًا بدون عمل

Nada se consigue sin error, pero muy poco sin trabajo

6 Comentarios

  1. Pepe Cruz

    Don Alejandro, critica aceptada como esa parte de la sociedad alienada y confundida en la que nos importa más el último modélito de Tamara Falcó que el pensamiento de este escritor o el de Alejandro Hermosilla. Corren malos tiempos para los librepensadores

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    • Alejandro Hermosilla

      No se preocupe don Pepe. No creo que usted sea parte de esa sociedad y si lo es, no lo es mucho más que yo pues es difícil mantenerse al margen de sus constantes cantos de sirena. ¡Un abrazo!

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  2. andresrosiquemoreno

    1imagen…este jose maria alvarez alonso-hinojal piensa en el dia cero(no hay agua)….el otro espera sentao……
    2imagen….me hubiera gustado ser surrealista(el otro sillon esta vacio)…(de dos en dos)…..
    3imagen….el rojo nazi…(entorno)…..
    4imagen….el tio del puro(mi buen duro me ha costado, jajajjj)…la colmena-1982-mario camus…….
    5imagen…..demasiado personaje….demasiado cursi…..
    6imagen…..el descubrimiento final…..
    PD….exprimiendo los bajos….la ley de los viajes…..
    https://www.youtube.com/watch?v=caOA14FIMGA…..oscuroaffaire

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    • Alejandro Hermosilla

      1)Paseo con la negra flor, Radio futura. 2) Ese amarillo es parecido al que imagina Borges en «El oro de los tigres». 3) El león oriental. Título de novela erótica. 4) Richard Kipling al final de sus días en un descanso de la escritura de sus novelas. La India. 5) El deseo desaforado por la literatura y las mujeres. 6) El ocaso y el luto. Temperamento griego. PD; genial canción de Radio Futura. Momentos en los que la música española era casi un radar para guiarse por el mundo moderno.

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  3. Marcelo Oscar López Diez

    Emotivo ensayo sobre una voz poética, veo el Atlas de Borges bajo la mirada de José María Álvarez y algún verso que se va en como Borges en un globo aerostático. Saludos Alejandro.

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    • Alejandro Hermosilla

      ¡¡¡Muchísimas gracias!!! Me encanta esa referencia al «Atlas» borgeano.

      Responder

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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