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Un cofre peligroso

Mar 9, 2013 | 0 Comentarios

Me resulta interesante plantear ante la lectura de una obra como Crash hasta qué punto el arte ejerce la función de chupete. Tal vez porque la novela de Ballard puede ser leída como una cruel advertencia sobre la imposibilidad de reeditar durante la vida adulta las sensaciones que este objeto producía en la infancia. Digo esto, debido a que el amor de los personajes de la novela a la carne llagada y a las cicatrices puede ser interpretado como un acto, a través del que reconocen la imposibilidad de poder volver a mamar vida, la leche materna. Y sería, por tanto, a través de los accidentes automovilísticos, que se conectarían con su tremenda soledad. Su dolor por estar vivos. Un dolor que ejerce aquí la función de chupete al que se aferran para reconocerse, intentar entenderse o comprender quién son. Vengándose de paso de las divinidades por haberles traído a un lugar sin sentido, caótico (el mundo contemporáneo), que intentan dotar de sentido y ordenar, estrellando sus automóviles unos contra otros en busca del orgasmo cósmico. Un fogonazo en el tiempo que les haga profundizar aún más en su sufrimiento (perverso chupete neurótico adulto), ahondando en su separación de la teta materna (la naturaleza, la tierra y el cielo) con la que ya no hay apenas conexión ni posibilidad de restablecer diálogo alguno.

Realmente, no sé si actualmente es posible establecer una conversación entre los seres humanos y la naturaleza. Según creo, Freud afirmaba que todo acto sexual que no estuviera relacionado directamente con el engendramiento de hijos, la continuación de la especie, debía ser considerado una perversión. Una afirmación a través de la que parecía sugerir que la vida en sí misma es por entero perversa. Por lo que no es extraño que David Cronenberg dedicara a él y a Jung, una de sus últimas películas, Un método peligroso, teniendo en cuenta que sus ideas han marcado una época -la nuestra- que a tono con el pensamiento del psicólogo vienés podría calificarse de perversa.

Si desde sus inicios, el director canadiense exploró un sin fin de desviaciones, parafilias, perversiones y malformaciones en películas experimentales del tipo de Victimes of the future, Shivers o Rabia, resulta lógico que, antes o después, analizara a quienes las estudiaron con profundidad y dictaron sentencia sobre ellas. Preguntándose si ambos psicólogos fueron un producto de su tiempo o si ellos contribuyeron a crearlo.

Me parece a mí que, en todo caso, Freud ejerció de vocero de una evidencia: la imposibilidad de volver al chupete y al seno materno a través de la tecnología o la cultura. Convirtiéndose en el profeta de las enfermedades psicólogicas, tal vez porque estuviera atrapado hasta el fondo por la civilización que tan sutilmente describió. Al fin y al cabo, el que mejor podría describir el laberinto no es Teseo sino el minotauro. Otra cuestión sería, claro, si sus teorías continúan siendo pertinentes o no. Aunque me atrevo a sugerir que, vista la deriva de nuestra sociedad, sí. Sobre todo, teniendo en cuenta los cientos de dildos y productos de plásticos utilizados durante el coito por muchas parejas modernas, que ejercen en cierto modo de sustitutos del chupete, pero de manera simulada y ficticia. En gran medida, porque quienes los usan, a diferencia del bebé, saben que ya no es posible volver a la infancia ni, desde luego, al útero materno pero aún así, los utilizan. Lo que explicaría las muchas psicosis que aquejan a nuestras sociedades donde muchos de sus miembros pueden caer en la esquizofrenia (cuando se cree que sí, que es posible llenarse espiritual y corporalmente con objetos, y se lleva a cabo toda una escena o representación para demostrarlo) o en desoladoras neurosis (cuando nos preguntamos, después de todo, para qué actuar en uno u otro sentido si no vamos a conseguir completarnos nunca).

Me refería hace unos días a Eyes Wide Shut de Kubrick. Y lo voy a volver a hacer ahora. Básicamente, porque la idea de Freud no deja opción más que al engendramiento sin fin de hijos, la castidad o al sacerdocio para evitar la enfermedad y esto me parece excesivamente cruel. De hecho, podría pensarse que, precisamente, la enfermedad se encuentra en la propia afirmación de Freud; en considerar que todo acto sexual no relacionado con la reproducción es perverso. Y desde luego que me parece mucho más equilibrado, entender que la diferencia entre lo perverso y lo sano radica en la conciencia a partir de la cual se realicen los actos (no sólo sexuales). En cualquier caso, lo que sugería Kubrick es que no diéramos tantas vueltas en torno a la vida sexual y nos enlazáramos de una u otra forma. Volviendo a disfrutar del sentido del tacto que comenzó a sernos negado por las religiones. Acaso desde el castigo que Caín sufrió a manos de un dios déspota debido a que, siendo agricultor, se encontraba en contacto diario con los frutos (senos) de la (madre) tierra, de la cual fue desposeído para entregarla a los hijos de Abel. Sacerdotes, políticos, militares que cada uno a su manera, se han encargado de separar al hombre de su fuente materna, la naturaleza, a la que vamos a tener que volver en un momento u otro en los próximos años para esquivar la perversión freudiana, la tentación del chupete y vivir una vida plena, que es lo que nadie en el (poder) desea que tengamos.

Ayer vi, por cierto, Los pasos dobles de Isaki La cuesta. Una película que me hizo reflexionar sobre la naturaleza del arte. ¿No es acaso el arte un chupete? En un momento dado, quienes buscan el búnker militar que el enigmático François Augeras ha cubierto de pinturas y enterrado en medio del desierto, parecen encontrarse cerca del mar. Pero no es así pues están siendo víctimas de un espejismo.

Me parece a mí que el arte sería exactamente eso: un espejismo. No tanto un chupete sino un fantasma proteico y múltiple, con la capacidad de adoptar las formas que deseemos. O, mismamente, un cajón cerrado en el que aparece un objeto o animal que se desplaza constantemente y cada uno describe de distinta forma. Siendo la misión del artista intentar plasmarlo con la mayor veracidad. A medida que lo ve y desaparece, de la forma que le sea posible. Sabiendo que, a pesar de que lo intente una y otra vez, no conseguirá nunca atraparlo porque siempre se encuentra en movimiento, al igual que los cánticos de los tuaregs en el desierto.

Una lección y enseñanza que tal vez sea la mejor preparación para la muerte. Esa señora que en ciertos barrios mexicanos se denomina como santa, a la que no se le puede engañar, tal y como intentan quienes buscan un refugio en los cientos de chupetes artificiales que existen. Condenándose, por tanto, a la tristeza y la enfermedad. Pues el arte es, en esencia, -ya lo dijimos- un fantasma. Una especie de objeto o consuelo que se busca pero, desde el principio, se sabe que no se va a encontrar. Un resorte que nos obliga a caminar sin saber los motivos hacia un lugar que no sabemos dónde se encuentra y en el que no tenemos la certeza de hallar «algo» en concreto. Lo que hace aún más heroica la decisión de quien se adentra por sus senderos. Y desde luego, explica la razón por la que a muchos artistas se les ha comparado con dioses, teniendo en cuenta que mientras crean, pueden llegar a experimentar la dicha divina, la alegría del existir por el mero existir, y tal vez hasta puedan quitarle el chupete a los cielos para escuchar aquella primera sílaba que los dioses pronunciaron al crear el mundo. Letra que siempre han de guardar oculta y no comunicar a nadie porque, como se nos sugiere en el filme de Lacuesta, el secreto es lo único que si lo compartes, se destruye. Y el arte es tan sólo el conducto, medio o guía, para acceder a sus vías. Un espejo y puerta que nos conduce directa o indirectamente a un hoyo donde se haya enterrado un cofre sucio, discreto y aparentemente sin valor, en el que se esconde el sentido de la vida. Shalam.

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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