Hay algo que me fascina en la manera en la que Lars Von Trier utiliza la música en sus filmes: el afán de trascendencia. El director danés imprime de una fuerza tan desmesurada a sus creaciones que el sonido potencia su función simbólica al infinito hasta convertirse casi en un susurro divino. Una huella religiosa. Una marca sagrada.
Para David Lynch, por ejemplo, la banda sonora es otro personaje más. Una presencia inquietante que contribuye tanto como el maquillaje, las sombras y los diálogos a crear un ambiente por lo general tétrico. En el cine del director norteamericano, las canciones son manos que estrangulan a los personajes y espectadores. Son exorcismos que abren las puertas del inconsciente y de logias ocultas. Rituales de transformación y transición que nos transportan a habitaciones «rojas» y «negras» parecidas a espejos vueltos del revés. Lienzos trasnochados y ensangrentados que emiten mensajes cifrados. Y sin embargo, en el cine de Trier la música parece tener en principio una función más ilustrativa. No es desde luego un personaje sino más bien un recurso explicativo que, no obstante, debido a la fuerza de las escenas en las que la hace sonar, suele estallar en todas las dimensiones ayudando a dotar a sus películas de una impresionante fuerza sentimental hasta el punto de convertirlas en descomunales, casi titánicas declaraciones de amor.
Creo que, en cierto sentido, Von Trier utiliza la música en sus películas como si fuera italiano. Un tenor transalpino desgarrado al que no le basta confesar su intenso dolor sino que debe expresarlo, decírselo al mundo con todo tipo de aspavientos que terminan por convertir a la confidencia en sí misma en una obra de arte con vocación monumental. Una catártica declaración que transforma un momento desgarrador en único. Un reflejo de la fuerza divina que late en el interior de los seres humanos y sale a flote en los momentos cruciales. De hecho, el director danés es tan profundo y abrasivo, se implica tanto emocionalmente con aquello que rueda que transforma temas clásicos del rock y el pop en fragmentos operísticos. Probablemente porque su concepción de la música y el cine es tan absoluta y totalitaria que es capaz de insuflar un poso celestial e infernal a cualquier melodía por intrascendente que nos pudiera parecer en primera instancia. Lo que dota de una sensualidad, elegancia y resonancia sin igual a canciones que podrían pasarnos desapercibidas en otras circunstancias y en sus manos son prácticamente medallones medievales, pórticos santificados, crucifijos movedizos y ecos de los gritos divinos y diabólicos. Son, sí, arias operísticas y barrocas impregnadas de nihilismo y teatralidad.
No obstante, Von Trier no se detiene aquí. Pues algo parecido a lo que realiza con el pop y el rock, lo hace con la música clásica. En este caso, convirtiéndola en un manjar suculento. Un banquete melódico con una inmensa carga filosófica que utiliza constantemente para terminar de acentuar los aspectos trágicos y melodramáticos de la vida cotidiana y, en muchos casos, recalcar también su dimensión onírica. En gran medida, sí, el director danés multiplica en sus películas la carga dramática de las composiciones románticas que utiliza. Las conduce al paroxismo para convertir las imágenes que las acompañan en nebulosas. Anunciaciones del ocaso. Reflejos subjetivos tanto de una psique por lo general torturada como de los espíritus cruentos que reinan a su antojo en medio del Apocalipsis contemporáneo.
Von Trier transforma al instante los temas que utiliza en sus películas en clásicos. Nos hace tomar conciencia al escucharlos que el arte procede del más allá y que por ello, la música es en sí misma un religión. Una comunión simbólica e instantánea con el infinito llena de bendiciones y maldiciones. Es, sí, un oráculo a través del que poder descifrar las enfermedades de una época. La continua traición y ruptura de los juramentos divinos y la innata perversión de los defensores de la ley. Shalam
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