Kraftwerk era una cerebral, intensa e inteligente combinación de pasado y futuro. Es de los pocos grupos que han conseguido ser «retro» y «modernos» al mismo tiempo. Han logrado que el oyente sienta nostalgia del futuro, de aquello que no vivió y, a la vez, pueda vislumbrar cómo se sentirán los ciudadanos de los próximos siglos al escuchar nuestras creaciones musicales contemporáneas.
La música de Kraftwerk tenía la virtud de sonar antigua cuando era la más innovadora de su época y, aún hoy en día, cuatro décadas después de su eclosión, suena rabiosamente actual e intencionadamente «vetusta». Es todavía una grieta a través de la que contemplar el futuro y experimentar el pasado. Probablemente, porque contra toda lógica, Ralf Hütter, Florian Scheneider y el resto de componentes del grupo tenían un sentido del humor corrosivo y salvaje.
Creo, sin dudarlo, que son la banda «kitsch» por excelencia. Pero eran tan inteligentes que fueron más allá del kitsch, el techno, el futurismo y cualquier calificativo para dar forma a su propio y original mundo creativo. Una burbuja de música pop tecnológica tan sofisticada, cínica e irónica como demoledora, ácida y difícil de encasillar. Para el mundo del pop, Kraftwerk son vanguardia, para el del techno, música clásica y para el del rock, una enigmática postal publicitaria.
Kraftwerk eran una maravillosa genialidad. Un grupo platónico, enamorado de la imagen en el espejo de un porvenir ideal. Una alucinada y apoteósica mirada a la sociedad de consumo que, en realidad, era una sibilina y desquiciada crítica a sus consecuencias. La mayoría de sus premoniciones se han cumplido. Los contornos del mundo se han reducido a los de la pantalla de un computador, la intensidad del amor se mide a través de bytes, el arte no es más que un simulacro y miles de jóvenes se desplazan con suma facilidad por una Europa fantasmagórica y vacía que a muy pocos les extrañaría que acabara colapsando. Convirtiéndose en un oscuro mundo lleno de ciudades parecidas a las descritas en la célebre distopía de Fritz Lang: Metropolis.
Tran Europe Express es posiblemente el mejor disco de Kraftwerk. Algo realmente difícil de afirmar de una discografía tan sólida como el acero, tan perfecta como un Mercedes Benz y tan alemana como la puntualidad y las salchichas de Frankfurt. Pero si me inclino por él es por su elegancia y nocturnidad. Porque transformó la robótica y el futurismo en clasicismo. Es la sinfonía que habría compuesto Robert Schumann de haber nacido en la era pop. Es un disco techno que podría ser escuchado perfectamente en un palacio barroco en medio de interpretaciones de madrigales, sonatas y algunas fascinantes arias operísticas.
Trans Europe Express se encuentra dedicado a la vía ferroviaria que unía el viejo continente y parecía una sintética oda a una Europa sin fronteras pero, en realidad, transmitía tensión y opresión. Era un disco que olía a decadencia aunque lo disimulaba debido a su perfección. A esa exactitud cronométrica y maquinal que hizo pensar a muchos que los discos de Kraftwerk no estaban compuestos por seres humanos sino por androides. Aunque, en realidad, Trans Europe Express se encuentra sometido por la depresión y la angustia. La neurosis romántica. Es un infeccioso vals que se mira en el espejo del Bowie de Station to Station y el Iggy Pop de The idiot. El pop francés y Stockhausen. Se encuentra lleno de odas que reflejan los miedos adolescentes y adultos posmodernos. Y creo que debería ser escuchado en medio de una habitación blanca, tras una buena ingestión de drogas, para comprender los abismos a los que alude. Peligrosos laberintos mentales enmascarados por la simetría matemática de las melodías y una portada angelical en la que los cuatro miembros de Kraftwerk parecían integrantes de un conjunto de música religioso o predicadores bautistas. Se convertían en caricaturas apolíneas cuya forzada bondad contrastaba deliberadamente con la malvada sombra del nazismo en la que la Alemania de los 70 evitaba reflejarse por todos los medios.
Trans Europe Express es un disco lleno de sombras, compuesto por canciones semejantes a frágiles cristales. Un blanco cisne dentro de la sólida discografía de Kraftwerk. Una obra deslumbrante que recuerda a un mueble Bauhaus o a un piano negro y solitario. Una creación que, de tan moderna que llega a ser, exhala por todos sus costados romanticismo. En definitiva, es un baile neutro y tecnológico que más que anunciar el futuro, es síntoma del tiempo que se irá y no volverá. De lo evanescente que es la humanidad. Shalam
إِنَّمَا يَتَفَاضَلُ النَّاسُ بِأَعْمَالِهِم
El amor no acostumbra a morir de hambre sino de indigestión
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