Debo reconocer que no sentí nada especial la primera vez que contemplé The master. Y sin embargo, con el tiempo, sus imágenes han ido retornando a mi subconsciente en innumerables ocasiones hasta el punto de que, casi dos años más tarde, creo que entiendo mucho mejor ahora su mensaje que días después de haberla visto. Las escenas primeras, aquellas en que Freddie Quell -el personaje interpretado por Joaquin Phoenix- descansa en la playa junto a un grupo de soldados tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, me parecen ahora de un lirismo y extrañeza sin igual. Permiten vislumbrar en pocos segundos que para muchos soldados, el fin de la guerra no fue el comienzo de un nuevo mañana sino el definitivo ocaso de unas vidas que ya nunca más tendrían sentido. Carecerían de orientación. En realidad, estas secuencias -como toda la película- tienen un contenido gnóstico. Permiten de un solo vistazo, entender la fragilidad e indefensión del ser humano en este mundo puesto que en cierto modo, Freddie podría representar perfectamente a Adán. El primer hombre. Un ser humano necesitado de un abrazo y cariño divinos que únicamente encontrará en el fundador de la organización místico-religiosa La Causa: Lancaster Dodd -un impresionante Philip Seymour Hoffman-.
The master es, en mi opinión, una película sobre la búsqueda del Gran Padre. Una áspera visión sobre la orfandad americana y una enigmática respuesta al porqué del surgimiento de las religiones y las sectas. Su absoluta necesidad más allá de la falsedad de sus postulados. Es un film casi de dimensiones bíblicas que no quiere llegar a conclusiones porque eso significaría acabar con el misterio en el que se interna. En realidad, básicamente, es un delirio poético. Una llama en el corazón de la noche que indaga en las dudas y la desesperación de la raza humana. Se deja llevar por el caos y la pasión para indagar en la rabia y la furia, el engaño y la tristeza y la cólera. Muestra al bueno como malo al malo como bueno y a ambos como seres frágiles, perdidos en medio de ninguna parte, adaptándose al papel que les ha tocado en suerte en la vida para conseguir sobrevivir. Atraviesa mundos de distancia para retratar el eterno abismo entre dios y los seres humanos. Esa magma insalvable que Terrence Malick acababa no hacía mucho de retratar lírica y fastuosamente en El árbol de la vida. Un film en el que el personaje interpretado por Sean Penn, Jack, tomaba el camino contrario pero en el fondo complementario de Freddie Quell ante la tragedia: convertirse en un hombre duro y hecho a sí mismo, imagen del propotípico hombre capitalista norteamericano.
En cualquier caso, The Master es muchas cosas más; todas ellas difusas, líricas y ambiguas. Una obra sobre la incapacidad radical del hombre occidental de comprender y aceptar la muerte. Pero también sobre su necesidad de enfrentarse a enigmas y adentrarse a ellos, sin importar ser engañados. Una muestra de que, como sugería Jean Baudrillard en su fascinante La transparencia del mal: «siempre es preferible ser feliz, o desdichado, por otro que por uno mismo. Siempre es mejor depender en nuestra vida de algo que no dependa de nosotros. Porque esta hipótesis (nos) libera de cualquier servidumbre. (…) De ahí nacen todos los juegos, todas las bazas, todas las pasiones, todas las seducciones: de algo que nos es completamente extraño y que, sin embargo, tiene poder sobre nosotros. De lo que es Otro, y que tenemos que seducir. Pues, en suma, (…) entregar a otro el hecho de querer, de creer, de amar, de decidir, no es desistimiento, sino una estrategia: convirtiéndole en nuestro destino, extraemos de él la energía más sutil. Al entregar a algún signo o acontecimiento la preocupación de nuestra vida, le sutilizamos, le birlamos la forma».
En este sentido, The Master, es un profundo retrato del hombre contemporáneo y su malestar. Una visión metafórica de un mundo post-bíblico que no puede evitar mirar hacia el más allá con tristeza y añoranza y desconfianza. Es una obra que explica sin casi pretenderlo el surgimiento del monoteísmo y el consuelo que sentimos ante la omnisciencia. La atracción que ejerce la voz del Otro que todo lo sabe y puede y controla y goza aunque sepamos que ese Otro no lo sabe ni puede ni controla ni goza todo. Tal vez porque, como subrayaba Baudrillard, delegando en Él nuestra voluntad de poder, dudas y escasas certezas, podemos liberarnos de nuestra responsabilidad y angustia y atrevernos a jugar. Transgredir las leyes sin miedo a ser castigados. O al menos asegurarnos que cuando seamos castigados, lo haga Alguien familiar.
En el fondo, lo que parece decirnos Paul Thomas Anderson es que si las religiones mantienen poder sobre el ser humano es por su capacidad de hacer familiar lo lejano y extraño, aunque sea a través de una sarta insoportable de mentiras. Por su capacidad de hacernos creer que pueden traer de vuelta -e incluso hacerlo encarnarse- al padre ideal y cariñoso aun autoritario que todos, en algún momento de nuestra infancia, soñamos o quisimos que nuestro progenitor (real o imaginario) fuera. Shalam
عِنْد الشدائِد يُعْرف الإخْوان
Únicamente aquel que construye el pasado tiene derecho a juzgar el futuro
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