Soda Stereo eran la sensualidad. Uno de los más ilusionantes proyectos de música urbana salidos de América del sur. El grupo perfecto para pensar y bailar; escuchar mientras se viajaba hacia rumbos inciertos o se hacía el amor con la mirada puesta en el mar verde. Había una cualidad en sus canciones que las hacía únicas, parecidas al contorneo de las gaviotas al deslizarse por las rocas: la facilidad con la que evocaban pasajes misteriosos y evocadores sin salirse de la cotidianidad. Su extraordinaria capacidad de alzarse a través de las olas del sonido como si fueran poemas cósmicos que reflejaran los anhelos de millones de persones con suma naturalidad. Sin casi esfuerzo. Algo extraño porque sus ritmos y sobre todo, sus letras no eran en absoluto fáciles. Al contrario, a pesar de la tendencia a la épica de muchas de sus canciones, su vuelo no era sencillo y directo. Por lo general, planeaban a través del aire hasta encontrar su propia atmósfera y lugar. Su particular espacio y vibración gaseosa no tan alejada como podría parecer en primera instancia de la desarrollada por Luis Alberto Spinetta en los círculos concéntricos de la gran Buenos Aires.
En los años 80, la capital de Argentina continuaba siendo un aleph cultural. Un puerto maldito rodeado de ingentes cantidades de páramos y pastos desiertos en medio del que Soda Stereo aparecían como polizones dentro de un barco pirata a la deriva. Jóvenes sin complejos que reivindicaban su derecho a existir a través del arte e intentaban conectar la sensibilidad moderna con la mítica. Unir los mundos y civilizaciones perdidas, Lemuria y la Atlántida, con la historia americana a través de canciones que eran versos, viajes sin rumbo y odas desesperadas a través de las que intentaban reivindicar una identidad. Una personalidad y una manera de ver las cosas ciertamente parecida a la occidental pero con unas características propias y únicas: la de los exiliados de la civilización, los niños rebeldes dejados de lado por la historia y la memoria. Condenados a vivir en el sur del sur entre recuerdos de la vieja Europa y miradas a regañadientes y de esperanza al nuevo continente.
Es un tópico sugerir, incidir en que las canciones de tal o cual artista de rock son poemas. Pero probablemente, en el caso de Soda Stereo, sea cierto. Sólo hay que escuchar las letras de muchos de sus temas para comprender que los textos estaban muy cuidados. Eran sugestivos, magnéticos y vuelvo a repetirlo, sensuales. Resultan difíciles de interpretar hasta el punto de que, a veces, es mejor dejarse llevar por el cadencioso hilo musical, gozando con sus proposiciones y sugerencias sin obsesionarse por comprenderlos totalmente. De hecho, ese fue uno de los rasgos de identidad más reconocibles de Soda Stereo: la capacidad que tuvieron de crear un lenguaje propio, mezcla del cotidiano porteño y el literario evocador y metafísico de buena parte de los escritores bonaerenses, y adaptarlo a las temáticas clásicas de amor y desamor de la lírica pop. Consiguiendo crear, sí, poemas gráciles sobre la juventud, la vida en las ciudades y las dificultades de alcanzar la libertad que, si bien remitían a los clásicos problemas de la vida moderna y adolescente, gracias al tacto, mimo y talento con los que eran tratados, permitían finalmente tener todo tipo de lecturas e interpretaciones. Sirviendo además como punta de lanza de una sensibilidad porteña, argentina, americana y universal.
Soda Stereo consiguieron algo que se ha demostrado muy difícil a lo largo de la historia del rock: aportar su propio punto de vista al estilo. Ampliando y modificando las influencias que sobre ellos ejercieron los ritmos anglosajones, el ska o el reggae y los sonidos ultramodernos, hedonistas, inquietantes y embriagadores de bandas como The Cure, Police o Echo and The Bunymen bajo cuyo influjo fueron hilvanando una personalidad propia e intransferible capaz de conectar tanto con la nostalgia, ese extremo «spleen» porteño, como con las fuerzas vitales regeneradoras del nuevo continente. De hecho, eso se percibe en la mayoría de sus discos. Que sin dejar de lado la música de la que habían mamado, Soda Stereo estaban empeñados en abrir nuevos caminos, vías, rutas por las que deslizarse. Conectando, seduciendo a un oyente al que trataban con cariño e inteligencia. Como si quisieran hacerle el amor o envolverle en una alfombra mágica para llevarlo de viaje a esos fascinantes mares del sur donde los delfines nadan libres ante la mirada de capitanes, prisioneros y hombres esquivos de mirada terrorífica condenados a ser derrotados.
Las canciones de Soda Stereo eran capaces de crear elipsis, convertirse en himnos, infundir alegría y describir la tristeza. Hacer soñar como si los músicos que las hubieran escrito fueran escritores o magos. Brujos envolventes capaces de traducir el sonido de las ciudades, el ritmo de los barrios y la nueva ola a su propio idioma. El latido de la selva y la discoteca y de los celos y las relaciones tortuosas. «Prófugos», «Ámame suavemente», «La ciudad de la furia», «Signos». El grupo argentino compuso demasiados temas clásicos del rock y pop en castellano como para pretender ignorarlos, pasarlos por alto o encasillarlos. Muy al contrario, Soda Stereo es un buen ejemplo de que, desde posiciones fronterizas, se podían alcanzar altas cotas de calidad y también de popularidad. De que acaso podía existir una voz y un sonido para la depauperada clase media latinoamericana. Un sonido enigmático y cautivador que testimoniara lo que significa nacer, vivir y sobrevivir en medio de constantes terremotos político-sociales. Construir una identidad sentimental y artística capaz de mirar de frente a cualquiera, consiguiendo hacer bailar a sus oyentes sin por ello borrar la herida ni el recuerdo de la caída. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Si dices la verdad, ya tienes un pie en el estribo
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