Dean Wareham es un músico que conjuga generalmente bastante bien un par de sensaciones contradictorias: alegría y nostalgia. En la mayoría de discos que grabó con sus dos bandas fundamentales -Galaxie 500 y Luna- existe una unión de elementos discordantes realmente atractiva. Dean canta en ellos como un adulto que continúa enamorado de la adolescencia pero es consciente de que nunca más volverá. Lo que le hace sentirse apesadumbrado. Creo que, en realidad, esa es la temática de todas las canciones que ha grabado: la dicha que sentiríamos de ser siempre jóvenes y la tristeza de saber que este deseo no sólo no es posible sino que, lentamente, nos vamos aproximando a la vejez.
Hay algo atemporal en los discos de Dean Wareham. Escucho el último LP de Luna y si alguien me asegurara que lo grabó a mitad de los 90, me lo creería. Eso es probablemente lo mejor y lo peor de su música. La sensación de estar escuchando siempre el mismo disco pero también la de reencontrarnos con un sonido inconfundible. Una marca artística. Casi un sello. Algo que le ha permitido, por ejemplo, hacer suyas las versiones que ha realizado de los más diversos y heterogéneos artistas. Desde Guns N’ Roses o Bob Dylan hasta The cure a Fleetwood Mac.
No obstante, existen por supuesto algunas diferencias entre sus distintas etapas artísticas. Galaxie tal vez llegaron demasiado tarde. Porque aunque encajaban con cierta comodidad en el cajón de la música indie, en realidad, creo que se hubieran sentido mejor en el de música psicodélica. De hecho, creo que sus composiciones son una especie de digestión de la era del LSD. O tal vez una consecuencia de la larga resaca que siguió a la defunción del sueño hippie. Aunque para ser justos, tal vez lo más adecuado sería considerarlos como un encuentro entre los escombros de la new wave y de Woodstock. Un cruce en medio de ninguna parte de Jefferson Airplane y Television. Y Luna tal vez llegaron demasiado pronto. Porque, en gran medida, son pioneros del dream pop. Y, sin dudas, su falta de popularidad y de medios para darse a conocer masivamente, les perjudicó. Porque eran una banda ideal para formar parte de la banda sonora de una película de David Lynch. Me imagino, por ejemplo, una de sus canciones ilustrando películas como Corazón salvaje, Terciopelo azul o Mulholland Drive entre aullidos de Dennis Hooper, Roy Orbison y Chris Isaak y no puedo evitar levitar. Más que nada, porque la mayoría de ellas son odas sencillas a la belleza que rememoran en gran medida el pop de los 50 y 60. Pero detrás de toda esa simpleza e inocencia se esconde algo oculto y perverso como en parte, transparenta la suave y frágil voz de Wareham.
En la biografía de Wareham, Postales rotas, se pueden vislumbrar muchas de las claves de su estilo musical. No tanto -es curioso- por las confesiones del músico sino por la manera en que escribe. Wareham es conciso. Breve. No realiza disgresiones. No es apocalíptico. Tampoco busca epatar con un lenguaje florido lleno de flores metafóricas como Morrissey. No quiere hacer el LIBRO. La AUTOBIOGRAFÍA total. Todo lo contrario.
Wareham le da la importancia justa a su existencia. Narra sus divorcios, infidelidades, fracasos y pequeños triunfos cotidianos con sinceridad. De la misma forma que sus discos huían de las producciones recargadas, no carga las tintas con adjetivos fastuosos. En gran medida, ve desde cierta distancia a su propia vida, como si estuviera cantando una de esas solitarias y tristes canciones de Luna a capela. Ayudado tan sólo de las teclas de su computadora. Un hecho que, en cierto modo, es una marca generacional. Refleja el carácter de muchos de los jóvenes crecidos entre dos enormes estallidos: el punk y la era Reegan. Dos momentos de tensión tan extremos que, en buena medida, obligaron a gran parte de los músicos a buscar vías alternativas y esquivas de escape. Medios expresivos mucho más contenidos que aligeraran la tensión y carga de trascendencia cotidianas.
A veces, las limitaciones ayudan. Wareham nunca fue un gran guitarrista. Pero gracias a ello, profundizó en los tres o cuatro acordes que sabía tocar y casi se inventa una forma de interpretar pop. Una manera de hacer discos y componer. En realidad, sus canciones engañaban. Podían pasar perfectamente, en una primera escucha, como cándidas odas ideales para escuchar tomando un daikiri, contemplar un atardecer entre palmeras o viajar por una soleada autopista. Pero su repetida, continuada escucha provocaba un fenómeno extraño, absorbente: era capaz de convertir situaciones ideales en dramáticas, tensas.
De alguna manera, sí, los discos de Luna nos advertían que los paisajes de ensueño son falsos. Porque cuando nuestra vida se desarrolla diariamente cerca de una playa es muy fácil que en poco tiempo pasemos de considerarla paradisíaca a pesadillesca. Que se torne un territorio sombrío, a pesar de la pureza de su arena y del brillo de los resplandores del sol sobre las olas del mar. Shalam
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