Hace unos días pasé bastante tiempo observando la fascinante obra de Charris para realizar un texto sobre ella y uno de sus lienzos en concreto –Globalización– ha continuado dando vueltas en mi cerebro. Básicamente, porque puedo estar equivocado pero creo que apunta a un hecho que a nadie familiarizado con los procesos culturales actuales debe haberle pasado desapercibido: Baudrillard, Zizek, Deleuze, Derridá, Barthes, Foucault y Lacan se han convertido en marcas no muy distintas de Ford, Nestle, Mercedes o Adidas. Pero, en este caso, no son garantía de acabados elegantes, ropa útil o alimentación sana. Lo son de respetabilidad. De credibilidad intelectual. Pues basta citarlos para que una tesis o un artículo pase a «otro plano». Del periódico al libro. De la calle a la Universidad. Y de ahí al «posible» canon. La antología. Como es suficiente con que alguien vista un jersey de cuello alto y posea un libro de Lacan abierto en su despacho para transmitir «poder» intelectual. Algo consabido, sí, pero que es necesario recordar de tanto en tanto. Ante todo, porque entiendo que para sobrevivir culturalmente hoy en día es necesario o bien guarecerse bajo la sombra de estas marcas o bien atacarlas. Pero, bajo ningún concepto, es posible hacerlo sin citarlas o ignorándolas.
Un hecho que era perfectamente constatable en el libro de Naomi klein, No logo. Un ensayo que aludía constantemente a las marcas y corporaciones que deseaba combatir a lo largo de las cientos de páginas del libro. Lo que, en cierto modo, creo que provocaba el efecto contrario del que apostaba por conseguir: las fortalecía. Por ejemplo, no pasó mucho tiempo para que comenzaran a surgir camisetas con el logo No logo estampado en el centro. Lo que supongo agradaría a los gerifaltes de estas empresas puesto que, al fin y al cabo, las grandes corporaciones, como los grandes equipos, necesitan rivales y enemigos fuertes (y si no, inventárselos) para así, poder destacar, que sean visualizados sus productos y continuar expandiéndose.
Un proceso lógico porque los seres humanos necesitamos comer y las marcas -a cambio de la esclavización- proporcionan alimento. De hecho, en gran medida, trabajar para ellas -no importa dónde sea y en qué condiciones- asegura el sustento, una pieza de pan en la boca, al igual que citar a Lacan o Deleuze confirma el merecimiento de la plaza universitaria. El buen nivel del trabajo o la tesis realizada sin importar realmente el contenido o de qué hable el paper. Una circunstancia que nos informa con claridad de que la globalización es básicamente colonización. Manipulación del extrarradio, el consciente y el inconsciente. Y de que el logo de una marca en la camiseta de una persona o en la acera de una ciudad es parecida al sello de pertenencia grabado en la piel y lomo de una oveja o un cerdo dentro de una granja. Es básicamente un «no te escaparás», «ya eres mío», «me perteneces» emitido por el poder.
En realidad, una marca cierra y abole diálogos porque lo que, en el fondo, busca es imponerse aunque, por lo general, tengan directores de «comunicación» y un buzón abierto para escuchar propuestas o sugerencias. Por eso a Zizek se le homenajea y se le cita o directamente se le niega, pero no se dialoga con él ni con Deleuze. Pues para poder hacerlo, hay que tener una formación que supera la de cualquier ciudadano común o incluso universitario y, sobre todo, una voluntad superior teniendo en cuenta las decenas de rendijas culturales que habría que abrir simplemente para comenzar este debate.
Actualmente, cuando se compra un libro de Zizek, se aprovechan algunas de sus ideas para un artículo o un texto y punto. Ahí termina todo. Porque la marca es el castillo de Kafka. Una lejana fortificación que sella nuestras vidas sin permitirnos acceder a sus salones. El mago de Oz del mundo contemporáneo. Un enigma resuelto por otra persona que se encarga de apuntar al resto el camino correcto.
Creo, ciertamente, que hoy en día los textos de Derridá, Zizek o Derridá se adquieren por obligación. Imperativo religioso intelectual. Pues, por lo general, no se disfruta con su lectura. Más bien, nos vemos obligados a acatarla. Algo que no sucede con libros de otros siglos (y autores menores que no son marcas) donde sí que hay una experiencia «real» de lectura. Un intento de compartir miradas, vivir una experiencia presente, que permite al lector desvincularse de sus visiones sin excesivos problemas e integrarlas a un acerbo cultural. Tal vez porque cuando ponemos la vista en el pasado, -siempre y cuando no sea un «clásico»; esa otra marca- buscamos un nombre. Una persona. Y ni Casanova, ni Rosseau, ni Thomas Hobbes ni Daniel Defoe son marcas. Son autores. Repito, nombres. Como todavía ocurría con los primeros pintores surrealistas que nos invitaban a contemplar cada lienzo como un «ente» individual y disfrutarlo o rechazarlo independientemente de que fuera de Magritte, Dalí o Delvaux. Circunstancia que, con el tiempo, el propio Dalí buscó abolir pues para él era mucho más beneficioso, como para Picasso o Miró, convertir su nombre en marca ya que -repito- la marca acaba con la crítica, impone la aceptación y es mucho más fácil de exportar. Pues al contrario que un nombre, (que implica diálogo, reflexión y una serie de razonamientos que pueden provocar que se rechace la obra leída o contemplada en base a uno u otro argumento), a la marca no podemos vulnerarla con nuestra visión. Porque la marca imprime valores o más bien, es el valor en sí mismo. Un intangible de naturaleza casi divina. Es, en definitiva, una bomba de dominación y control social y crítico ideal para los gestores culturales neoliberales.
Hace años recuerdo haber ido a contemplar una obra del experimento Dominó Caníbal en la Sala Verónicas de la ciudad de Murcia. La idea básicamente consistía en que varios artistas a lo largo de los meses se apropiaban, destruían o reconstruían lo realizado anteriormente por su coetáneos. Se les invitaba así a interactuar y reflexionar sobre el canibalismo, consumismo, etc. Vi la primera instalación o acción de Jimmie Durham y me quedé pálido. No voy a entrar a referir la trayectoria del artista norteamericano de un prestigio probablemente indudable sino a incidir en que su propuesta no me transmitió un ápice de emoción ni a mí ni a mis acompañantes. En un momento dado, alguien dijo «pero bueno es Jimmie Durham. Y Jimmie Durham ha estado en Murcia» y con esta frase se zanjó todo el debate (que nunca llegó a comenzar).
Realmente, a nadie nos importaba lo que habíamos visto puesto que no nos había cautivado. Con lo que, finalmente, para no irnos de allí decepcionados camino al infierno, memorizamos que habíamos estado frente a un «Jimmie Durham». Es decir, una marca construida por la pintura contemporánea procedente de un país experto y sumamente profesional en la exportación de productos. Pura dictadura global.
En fin. Revisando estos días algún texto sobre aquel Dominó Caníbal, me encuentro con una noticia sobre la Bienal celebrada por esos años en aquella ciudad: «Murcia YA tiene Bienal», señala la nota del periódico. Una frase que podría ser intercambiable por Murcia ya tiene AVE. Y que, en realidad, ni nos informa ni nos dice absolutamente nada sobre las reflexiones que las obras contenidas allí podrían propiciar. Que sospecho que no fueron muchas. Porque, en este caso, lo importante era la Bienal. No el contenido. Como ocurría en el caso de Murray y continúa sucediendo con gran parte de los libros de Foucault, Lacan o Deleuze que se han convertido básicamente en fuente inagotable de citas, el Larousse de los Congresos, y no de diálogo o reflexión por un «ara social» más vivo y justo. Transformándose finalmente en barreras neoliberales para enjaular a los ciudadanos e intelectuales sin permitirles realmente actuar en su sociedad, imitando el comportamiento de esas otras marcas -los partidos políticos y los equipos de fútbol- creadas para impedir el autogobierno ciudadano. O, más bien, exterminarlo. Aniquilarlo. Shalam
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