Uno de los mandamientos no escritos del rock reza que hay que tocar como si no hubiera un mañana. Muchos grupos lo intentan pero pocos lo hacen con absoluta naturalidad. Por supuesto, ese sí era el caso de Johnny Thunders. El guitarrista de New York Dolls se dejaba su alma en cada nota que tocaba. Es fácil de hecho sentir crujir su ebrio espíritu cuando rasgaba su guitarra. Las composiciones que interpretaba eran su sangre. Sus discos en solitario no han envejecido. Suenan modernos, clásicos e instantáneos. Están vivos. Se encuentran llenos de rabia y diversión. No son glamourosos sino reales. Johnny era un actor, sí, pero no hay que confundirse. Utilizaba la teatralidad no para mentir sino para golpear más intensamente. Desnudarse completamente. Jugar con la su icónica imagen de rockero y, en ningún caso, para esconderse. Su discografía es un mazazo. Un puñetazo frontal sobre el fracaso y la locura que recuerda al rock de los 50 por su capacidad de convertirse en clásica sin dejar de ser actual.
Había algo mágico en Thunders. Era tan suicida y honesto que era capaz de poner patas arriba la historia del rhythm and blues en unos momentos. Cuando lo escucho, me da la impresión de que era el maestro de Gene Vincent, Chuck Berry, Elvis Presley o Eddie Cochram y no al revés. Pero también que era un discípulo aventajado de The Replacements, Mötley Crüe, Izzy Stradlin o The Strokes y no su faro como en realidad es. Probablemente porque Thunders era un ángel aniquilador. Un músico desgraciado que destruía la tradición en cada uno de sus conciertos sin dejar de honrarla. Era tan imprevisible y peligroso que le bastaba con ponerse a gritar y rasgar la guitarra para unir en torno al fuego las distintas etapas del rock. Crear un lazo invisible que vinculaba a Ronnie Lane y Stiv Bators con Tyla J. Pallas y Keith Richards y a la Nueva York travestida, salvaje, nocturna y arty de Andy Warhol, Ramones, Lou Reed, The Rocky Horror Show y Paul Morrissey con la Norteamérica campestre y bucólica de la postguerra llena de gigantescos automóviles y bares con suculentos batidos y nutridos jukebox.
Un recital de Johnny en un club de veinte personas era capaz de provocar un terremoto en una de esas discotecas modernas donde las guitarras eran vistas como fósiles del pasado. Con dos riff sencillitos y sin necesidad de poseer una técnica vocal exquisita -a veces tan sólo babeando- transmitía más que muchos de los más avezados tenores del rock porque todo lo hacía intuitivamente. Auténticamente. Posiblemente porque su visceralidad y salvajismo no procedían tanto de la ira o el enfado sino de su sensibilidad; de su acusada fragilidad. Un desbordante y franco testimonio de ello son las secas fotografías que Alberto García Alix le hizo en Madrid en medio de un cuelgue de heroína. Y otro, Hurt. Un disco acústico donde su legado se confunde con el de los poetas de la antigüedad y músicos intimistas del cariz de Nick Drake o Syd Barrett que transmite tanto aridez y violencia como una seca e insólita sensación de absoluta soledad; casi metafísica. Una obra, sí, cruda, sucia y puñetera y, al mismo tiempo, lastimosa. La mezcla perfecta entre la grasa y la poesía; un viaje en Harley y otro de LSD.
Thunders era tan honesto artísticamente que, en vez de abusar de su sensibilidad para dar más lustre al espacio que la historia del rock le reservaba y conquistar fama entre sus contemporáneos, la opacó. La dejó de lado y buscó refugió en la droga para lamerse las heridas vitales. Cayó, sí, en la marginalidad. Lo que lo transformó en un mito, un ejemplo icónico del naufragio vital de muchos artistas, por las razones equivocadas. Esto es; más por ir dando tumbos en los últimos años de su vida que por su incontestable e inexplicable talento. Ese deslumbrante feeling que lograba imprimir una desmesurada intensidad a todo lo que tocaba. A veces escuchándolo, -repito- creo que la genealogía rockera empieza y termina con él porque es capaz de condensar las enseñanzas de los grandes maestros de manera rala y, al mismo tiempo, muy reconocible.
Thunders no era un músico experimental pero sí muy personal. Podía codificar un movimiento artístico y resumir una época en dos o tres minutos pero también vislumbrar el lado oculto y secreto del punk, el glam, la psicodelia o la new wave con tal grado de sinuosidad y sutileza que a veces me acerco a su discografía con la misma actitud con la que lo hago a la obra de Lewis Carrol. Preparado para atravesar el otro lado del espejo. Porque, en cierto modo, era más un personaje literario que un héroe punk. O mejor dicho, era de manera radical ambas cosas a la vez sin ser ni una ni otra totalmente. Algo que tal vez ayude a entender el motivo por el que el calificativo de artista incomprendido es tan adecuado para definirlo. Además de, claro, el de genio. Shalam
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La ira hace más daño donde se almacena que donde se vierte
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