Hace años, realicé un artículo para la revista El coloquio de los perros sobre el escritor mexicano Salvador Elizondo que, tras haber efectuado las correcciones pertinentes, me gustaría dejar en averíadepollos.
Ahí va:
«Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiéndome ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo».
Salvador Elizondo, El grafógrafo.
Desgraciadamente, el nombre de Salvador Elizondo (Ciudad de México, 1932-2006) no es demasiado conocido en el ámbito literario en general. Algo bastante frustrante pues muchos de los amantes de Borges y Cortázar (autores con los que su obra posee muchas confluencias comunes) así como tantos y tantos lectores repartidos por el mundo, se están perdiendo a un creador de primera categoría cuya figura el paso de los años no dudará en agrandar hasta ubicarla en el trono y puesto real que se merece: ser uno de los mejores escritores mexicanos e hispanoamericanos del siglo XX gracias a la construcción de una obra arriesgada, capaz de llevar los límites del lenguaje y la literatura a los extremos.
Ocurre tal vez que tanto su carácter como el conjunto de sus creaciones fueron tan inclasificables dentro de un mundo telúrico-mágico como el americano, (sometido a todo tipo de crisis y estallidos socio-políticos continuos) y tan ardua y costosa —por extemporánea— ha sido la recepción en Occidente de su obra, que no resulta extraño que el destino de la misma, haya sido convertirse en una rara avis. Circunstancia que tampoco le importó en demasía a Elizondo como demuestra el que llegara a ironizar sobre este hecho aludiendo a que la mayor parte de los ejemplares del primer, arriesgado y complejo poemario que puso a la venta, Poemas, habían vuelto finalmente a sus manos en lo que suponía el cierre de un círculo ritual del que no debería escaparse ninguna creación.
Lo primero que llama la atención, en cualquier caso, al acercarnos a su obra es la capacidad que tuvo Elizondo de llevar el lenguaje hasta el retorcimiento más extremo. Un aspecto esencial para lograr uno de los objetivos de su arte: facilitar el surgimiento, el nacimiento de una escritura del “ahora”, del instante. Una literatura en la que tanto su andamiaje formal como su temática argumental pudieran encontrarse en presencia “abierta” total de los lectores sin que esto les permitiera, sin embargo, alcanzar un significado completo de la misma. Asunto este último que lo emparentaría con escritores de la talla de James Joyce o Paul Valéry, de los que fue un exégeta consumado y reputado.
Precisamente, como el crítico literario, excelente lector, ensayista y divulgador cultural que fue, Elizondo ayudó a deshacer todo tipo de confusiones respecto a la naturaleza de una novela como el Ulises, a la que él, muy acertadamente, no consideraba complicada en absoluto y, a su vez, fue de los pocos que se atrevió a aventurarse en la vorágine lingüística del Finnegans wake, concediendo claves para penetrar en su lectura y señalando lo profundamente divertido, carnavalesco e irónico del intento acometido por Joyce. Además, realizó una excelsa y todavía no superada traducción de El señor Teste de Paul Valéry cuya influencia sobre su obra y persona fue suprema hasta el punto de que el mismo Elizondo pudo llegar a contemplarse como un alter ego vital con un inequívoco tono pessoano del personaje diseñado por el escritor francés; un hombre involucrado únicamente en sus propias fobias, filiaciones y obsesiones y preocupado por la creación simbólica de un lenguaje tan perfecto como irreal. Al fin y al cabo, Salvador Elizondo se enfrentó a la literatura como si se tratara de una partida de ajedrez infinita en la que las fichas (el lenguaje), se vieran obligadas a volver a situarse una y otra vez sobre el tapiz (la literatura) sin que los jugadores tuvieran opción alguna para decidir sobre este hecho (escritor y lector). Y es por ello que no resulta en absoluto casual que se enamorara de una obra como El cementerio marino, cuyo máximo mérito era el de condensar en su interior un impenetrable misterio y una belleza mórbida sin significado alguno. ¿Para qué y por qué la necesidad del significado?, se preguntaría Elizondo. ¿Acaso las algas marinas o las ramas frondosas de los árboles poseen alguno?
A este respecto, es necesario destacar una de las facetas más importantes de su trabajo estético: su atracción por el juego que, para él —concordando en esto con Johan Huizinga— era el principal reducto junto al erotismo a través del cual poder encontrar y recuperar el aliento vital y mítico perdido en las sociedades modernas. Algo explicable teniendo en cuenta que la obra de Elizondo nace del asombro y la perplejidad así como de la atenta observación de la violencia sin freno que produce la instauración del mundo industrial en sociedades más o menos arcaicas que se veían obligados a enterrar sus ritos y mitos en su inconsciente más profundo. De hecho, fue probablemente por su origen mexicano que le permitió contemplar de primera mano culturas todavía enraizadas en un tiempo eterno, que encontró los elementos necesarios para componer gran parte de su narrativa. Y que realizó una exploración inmisericorde por la raíz del crimen y el horror que subyace en nuestras sociedades modernas. Eso sí, siempre y en cierto modo, lúdica. Razón por la que sobrevuelan a lo largo de toda su obra, tanto ritmos y bailes de cha-cha-chá, como refritos jazzísticos, fotografías desgastadas e iluminaciones lingüísticas muy ingeniosas que dan fe de los motivos por los que Salvador Elizondo declarara meses antes de morir que la vida, a pesar de todo, no dejaba de divertirle.
Hay que aclarar, por otra parte, que si bien muchos autores contemporáneos a Elizondo realizaron (en lo que se refiere a la desestructuración del racionalismo moderno) operaciones semejantes a la suya, su apuesta, aun similar en ciertas concepciones, puede considerarse distinta. Probablemente porque fue un gran amante y conocedor del arte cinematográfico (su padre fue un famoso productor fílmico) y un verdadero apasionado de los montajes cinematográficos desarrollados por Eisenstein en El acorazado Potemkin. Lo que lo condujo a construir con sutileza y paciencia, diapositiva tras diapositiva, en un tiempo en que no existía la técnica del videomontaje, esa obra tan rica en matices y proposiciones que es Apocalipsis 1960 y a cultivar la repetición narrativa en muchas de sus más famosas narraciones como Farabeuf, El hipogeo secreto o El grafógrafo con unos fines muy concisos: derretir la solidez de su literatura y la mirada del lector consiguiendo abrir un hueco y una espiral vertical entre ambas por la cual se daba espacio al humor, la irreverencia y el asombro.
A Elizondo, por tanto, más que con escritores hispanoamericanos, habría que entroncarlo con creadores como Alain Resnais y otros cineastas como Michelangelo Antonioni o Alain Robbe Grillet. Pues el empleo de la pausa, la elipsis así como de la continuidad espacio-temporal de narraciones tan insólitas como las contenidas en Narda y el verano se encuentra mucho más cercano de los postulados vanguardísticos desarrollados por el noveau roman o la nouvelle vague o incluso de la narrativa mediterránea (a lo Cesare Pavese) que de las miradas narrativas surgidas a raíz de la revolución en el país mexicano o las desarrolladas en España durante la época franquista.
Partiendo, por tanto, de la radical modernidad estética de su obra, entiendo necesario realizar un inciso biográfico que pudiera explicarla mejor. Salvador Elizondo pasó buena parte de sus primeros años de infancia en la Alemania pre-nazi y, como él mismo ha declarado una y otra vez en variadas entrevistas, este hecho le hizo asimilar un idioma y adquirir una rígida formación intelectual, que le marcarían de una manera u otra durante toda su vida. Además, la desahogada posición económica de su familia, le permitió en un tiempo en que Carlos Fuentes comenzó a sentar las bases de la modernidad narrativa mexicana con La región más transparente —uno de los libros de cabecera de Elizondo— vincularse a todas las corrientes artísticas novedosas surgidas en su país de origen así como realizar estancias temporales de gran calado intelectual en Italia y sobre todo en Francia, donde fue un gran asiduo de las filmotecas. El hecho de que, a su vez, pasara tres años de su juventud en Estados Unidos (magníficamente ilustrados en esa deliciosa joya de la narrativa breve que es Elsinore; un cuaderno; una especie de cruce mágico entre las narraciones urbanas de J.D. Salinger y las fantasías oníricas de Lewis Carroll) bastaría para dar cuenta del carácter cosmopolita y de la formación cultural políglota, original y descentrada de este personaje poliédrico que nos deleitara con sus reflexiones sobre los más variados y diversos temas en libros como Estanquillo y nos introdujera con sus estudios sobre Bataille o el Marqués de Sade en Teoría del infierno y otros ensayos, en las razones del mal occidental que heredara toda Hispanoamérica.
En este sentido, y dada la extrema modernidad de su propuesta, Elizondo terminaría convirtiéndose en un referente de una gran parte de autores mexicanos. Me parece, por ejemplo, que una obra como la realizada por Sergio Pitol hubiera carecido en su propio país de espejos donde mirarse, el mismo Juan García Ponce se habría encontrado con más dificultades e incomprensión a la hora de filtrar en su obra narrativa la estética europeizante, los experimentos lingüísticos de Fernando del Paso se encontrarían mucho más desguarnecidos y, desde luego, la literatura de un Daniel Sada sería prácticamente impensable. Pues todos estos autores, de una manera consciente o inconsciente, se beneficiaron del talante corrosivo de una escritura cuya existencia en el medio cultural mexicano hay que calificarla como milagrosa y comparable, sobre todo, a la de Juan José Arreola o la de Augusto Monterroso en la medida en que los tres autores apostaron por una literatura oclusiva, cerrada, únicamente preocupada de sí misma y desinteresada por el público y la caligrafía “tipo” normalizada. La cual, como la de Joyce, Apollinaire, Valéry o Ezra Pound permitió abrir nuevas vías y senderos que transitar a los nuevos narradores mexicanos.
Lo han dicho muchos críticos, pero considero que es necesario repetirlo. Frente a Octavio Paz, que era el escritor de la totalidad, Elizondo era el de la particularidad. Porque supo jugar con las nociones ambiguas y conjeturales del lenguaje, se arrojó con valentía a la búsqueda sagrada del nombre secreto que se encuentra detrás de las palabras y despreció todo aquello que no incidiera en esta búsqueda cuyo objetivo, como bien sabía, era la nada, el silencio y la pasión experimental. Además, como todos los genios, supo adelantarse a su tiempo y condensar las enseñanzas del I-ching para componer una literatura en que se diversifican y se ramifican los tiempos así como los signos y espacios abiertos y cerrados de la existencia de una manera pluridimensional y azarosa que remite tanto a sistemas de adivinación antiguos, sistemas de caligrafía chinos o simbolismos variados de los más diversos lenguajes como el adivinatorio o el gestual. Intentando (y a veces consiguiendo) encontrar en ellos vínculos secretos que revelasen el inconsciente profundo de la humanidad.
Se comprenderá, vistos estos antecedentes, que Elizondo no pudiera despuntar en su época —todavía la nuestra— como debiera; pero sería sumamente injusto que no tuviera el relieve que merece tener en pleno siglo XXI. Porque es en sí mismo todo un corpus lingüístico que está todavía por descifrar y cuya escritura abre tantas vías y líneas conjeturales en el territorio literario que, supongo, será determinante revisarla una y otra vez en el futuro.
Exactamente, Elizondo, al igual que Borges, sabía que todo signo o cifra lingüística siempre terminaba por remitir a otro anterior que no dejaba de ser una paráfrasis del primer signo original cuyo conocimiento era imposible. Y es en su aventura literaria por hacernos creer que esto es posible donde aparece la increíble valía de un escritor que, con razón, Octavio Paz calificara como un verdadero equilibrista del lenguaje. Aunque yo lo denominaría como un verdadero equilibrista del silencio. Lo que, si se observa con claridad, viene a ser el otro polo opuesto pero complementario de la afirmación de Paz, pues, en suma, fue un buscador indómito de los signos últimos y primeros que prefiguran nuestras culturas y, para ello, se necesita un arrojo y valentía que, como vislumbrara Rilke en sus Elegías de Duino, sólo puede proceder del amor. Un amor que no entiende de fronteras ni de palabras o silencios y, como supiera Elizondo, en la mayoría de los casos, ni siquiera podemos encontrar en el arte. Shalam
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