Avería es, en cierto modo, una biografía. Una cuaderno de ruta. Una esquizofrénica, deliciosa y delirante aventura con la que intento ofrecer mi visión sobre cientos de artistas que me han hecho feliz. Están consiguiendo que merezca la pena vivir y no agarre la pistola que tengo guardada en la mesilla de noche por si algún día me es imposible soportar la existencia o la estupidez y el odio se acaban imponiendo al amor y decido dejar como legado la desesperación. Proseguir la senda de la mayoría de condes y duques. Algo que -deseo aclarar- no creo que suceda jamás aunque nunca se sabe. ¿Quién puede estar seguro de algo en esta vida? Desde que los jardineros comenzaron a aparecer por los prados cercanos, al menos yo no puedo estarlo de nada. Absolutamente nada.
En fin. Hasta ahora apenas me he referido a conciertos que significaron un antes o un después en mi caminar por las inmensas colinas. No son muchos. Sonatas de Johan Sebastian Bach interpretadas en iglesias protestantes u óperas bufas llevadas a cabo en teatros antiguos. Pero se encuentran grabados en medio de mis intestinos y -parafraseando a Fernando Alfaro- continúan realizando su trabajo de demolición en mi mente. A veces, eso sí, no tanto por la música como por las circunstancias que los rodearon.
Este es el caso, por ejemplo, del realizado por Motorhead en la sala Hangar de Buenos Aires el 8 de mayo de 2004. Un auténtico tsunami. Una experiencia parecida a encontrarse en medio de un torbellino o un vendaval y haber perdido por momentos el sentido de la orientación y hasta la conciencia. No sólo por la potencia descomunal con la que la banda británica interpretaba clásico tras clásico sino por las circunstancias concretas de aquella noche destructiva. Porque, debido al escaso espacio disponible en la sala y la sobreventa de entradas, allí reinaba la incomodidad.
De hecho, aunque Motorhead exprimían o más bien ordeñaban sus instrumentos, haciéndonos vibrar como si estuviéramos viajando en el compartimento más próximo al motor de un tren o realizando motocross entre el barro, se percibía que los músicos no estaban cómodos. A todos nos faltaba el aliento. Y para agravar la situación, mientras sonaba la mítica “Over the top” entre acordes inmisericordes retumbando en las paredes y machacando el pecho y corazón, tres o cuatro fanáticos locos comenzaron a encender bengalas y lanzarlas al escenario, provocando un sentimiento de asfixia de tal grado que Lemmy Kilmister y sus huestes se vieron obligados a detener el concierto. En medio de aquel maremoto, recuerdo hallarme con los ojos nublados rodeado de un enjambre de cuerpos que parecían hundirse en el océano entre cientos de otros cuerpos luchando por agarrarse a las astillas de un barco en llamas. Y aunque Motorhead volvieron a aparecer en el escenario, consiguiendo que montones de cabezas y puños comenzaran a elevarse por los aires, una nueva bengala impactando cerca de los infernales altavoces, provocó que un visiblemente extenuado Lemmy Kilmister decidiera dar por terminada la intensa experiencia cuando no había transcurrido una hora.
Lo que ocurrió después, lo recuerdo vagamente. Como todo lo que ha sucedido en mi mansión desde que se ha llenado de míseros poetas y jardineros infames. En cuanto el público se percató de que Lemmy Kilmister no iba a volver a aparecer, hordas de salvajes se lanzaron como locos al escenario. Los gritos y la insatisfacción fueron extendiéndose progresivamente y el peligro podía mascarse entre flecos de humo y cánticos de amor y también de desprecio hacia Motorhead.
Allí apenas había espacio para desplazarse pero como pude -dado que la mayor parte de personas se negaban a partir y levantaban sus voces airadas- fui adelantando posiciones hasta llegar a la salida donde al fin pude respirar. Tranquilizarme. Y desde un bar medio cerrado, tomar una cerveza mientras contemplaba una batalla campal entre grupos de jóvenes que no se sabía bien por qué ni para qué luchaban. Parecían correr y golpearse al ritmo de “Ace of Spades”. Y, en cierto modo, desahogarse con sus insultos, patadas y puñetazos de la frustrante experiencia catártica. Componer con sus gestos un paisaje violento similar al que Motorhead trazaban en canciones que no por casualidad siempre he considerado himnos de guerra. Metralla. Misiles. O más bien, su sustituto. Porque sin Motorhead u hordas de piratas parecidos a ellos, de seguro que el mundo sería un lugar mucho más violento y airado. Habría mucha más rabia incontrolable por canalizar y más tormentas destrozando las ciudades y las noches. Cientos de miles de vidrios de botellas cervezas cayendo sin ton ni son en calles derruidas por las miserias del capitalismo y las habituales mezquindades de esos jardineros que no cesan de reírse de mí. Y basta que me aposente sobre mi trono para que comiencen a carcajearse como hienas, señalando una y otra vez mi frágil cuello con sus afiladas cuchillas. Shalam
أُمُّ الْجَبَانِ لاَ تَفْرَحُ وَلاَ تَحْزَنُ
Valiente es el ladrón que lleva una lámpara en la mano
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