Puede que sea leyenda o acaso realidad. Cuentan que antes de quedarse sordo, Beethoven dio luz a su célebre quinta sinfonía tras haber escuchado unos golpes en la puerta de su casa de Viena: alguien lo llamó, utilizando el distintivo motivo de cuatro notas con el que la obra comenzaría.
En este caso, un accidente fortuito y cotidiano quiso que el músico que introdujo en la música clásica el ruido, se encontrara con la introducción a una de las más grandes piezas musicales jamás compuestas. Un hecho muy interesante en cuanto alude a la importancia de las intromisiones y accidentes inesperados en la construcción de obras de arte en torno a los que Marcel Duchamp se inspiró para la composición de buena parte de sus teorías y piezas creativas.
Refiero esta anécdota porque he pasado buena parte de esta tarde angustiado y agobiado mientras trabajaba en Ruido del arte. No tanto por el proceso en sí sino por los temas de los que hablaba y también es justo reconocerlo por las asfixias propias de los días de escritura en que uno apenas tiene contacto con el mundo exterior. Me encontraba como es habitual escuchando a Scott Walker cuando he recibido la llamada de un gran amigo español. La conversación, desde luego, ha sido satisfactoria. No sólo por el reecuentro con esa querida voz amiga sino porque he conseguido relajarme y distraerme de aquello en que me ocupaba. Pero no sé si esto ha sido contraproducente. Porque al volver a sumergirme en la escritura, lo cierto es que gran parte de los temas que estaba tratando con esfuerzo y tensión han pasado a resultarme un tanto banales. O sin llegar a ese extremo, han perdido misterio, la importancia que tenían para mí en los instantes previos a recibir la llamada telefónica. Y si antes, aquello en que me ocupaba me estaba seduciendo hasta el punto de que mi alma se encontraba concernida por ello al cien por cien, luego ha pasado a convertirse en una ocupación enjundiosa pero sin mayor fuste. Hasta el punto de que he tenido que dejar de escribir porque no encontraba entidad en aquello que realizaba. Palabras, temas que minutos antes me parecían sumamente sugestivos y me movilizaban completamente han pasado a transformarse en rutinarios. Y todo por una llamada. ¿Qué pasaría, me pregunto, si se me ocurriera dirigirme a un centro recreativo y pudiera allí entablar una charla con alguien? Umm… mejor no pensarlo ni experimentarlo, y volver a encerrarme en mi casa como si tuviera la lepra, absolutamente aislado de todo aquello que no sea el arte. Pues en mi caso, he de reconocer que me cuesta escribir bajo condiciones normales y rodeado de sumo equilibrio o salud vital. Necesito, sí, cierto malestar, ciertos atisbos neuróticos, algún trastorno inducido por el texto o la música que escucho para llegar a ese estado tan cerca del orgasmo como de la angustia, una especie de levitación catártica, gracias al que disfruto de la escritura como de ninguna otra actividad en la existencia. Hasta el punto de que podía prescindir de todo en mi vida menos de su constante ejercicio y goce. Shalam
0 comentarios