AVERÍA DE POLLOS: Inicio E Literatura E Peste

Peste

Feb 1, 2015 | 0 Comentarios

El Diario de la peste de Daniel Defoe es un libro que por supuesto utilizaré en Los puercos. Y si es posible, samplearé en alguna ocasión. El tema -un relato de la epidemia de peste que asoló la ciudad de Londres en 1665- es tan subyugante como la forma de narrar del escritor inglés, a medio camino entre el texto periodístico y la novela de testimonio. He de reconocer, eso sí, que la mayoría de obras de arte que se han acercado a la epidemia me fascinan. Tal vez porque la más terrible pandemia que haya existido jamás fue una manifestación rotunda de horror. Destrozó tantas o más vidas que las guerras durante la Edad Media. Fue un azote mayor que el de Atila para sus enemigos. Una guerrera más difícil de vencer que cualquiera de los héroes occidentales. Su fama, de hecho, se confunde con la del Mago Merlín, el caballero de la carreta, viejos juglares o el rey Arturo y casi que los supera. Un mendigo caía en una sucia calle entre la neblina mientras se escuchaban las campanadas de la catedral o una iglesia cercana y la tierra entera temblaba. Porque la peste era una aniquiladora mayor que cualquier catástrofe natural conocida. Era peor que un terremoto que hiciera emerger un pulpo gigantesco de las entrañas de la tierra o un volcán emitiendo viscosos rugidos de lava.

Lo terrible de la Gran Plaga descrita por Defoe que casi acabó con la quinta parte de la población de Londres (entre 70.000 y 100.000 víctimas), radica en que se produjo prácticamente tres siglos después de la primera epidemia y tres décadas más tarde que la de Milán. Lo que quiere decir que su aparición no sólo fue trágica como era habitual sino una sorpresa. Un delirio fantasmagórico inexplicable. De hecho, el Diario no deja lugar a dudas. Lo que se vivió durante el año de 1666 (¡curiosa fecha por cierto!) fue una alucinación horrorosa de inmensas dimensiones absolutamente imposible de racionalizar: cientos de personas recurrían a los echadores de fortuna y brujos para encontrar certezas, se creía que había llegado el fin del mundo, las calles se llenaban de gritos y llantos. Y no es extraño que cuando el escritor inglés creciera, continuara obsesionado con esas angustiosas visiones y decidiera dar testimonio de aquellos días.

Hay muchas anécdotas que me interesan de este relato capaz de reflejar con sobriedad maestra el horror. Sobre todo, las que se desarrollan en torno a aquellas tumbas en las que muchos de los apestados se arrojaban antes de morir o entre las que, de tanto en tanto, emergía un hombre vivo y aún no infectado. Y por supuesto que me parecen sumamente morbosas las historias de los enclaustrados en las casas. Aquellos que aguardaban entre los retratos de sus deudos a esperar la muerte y las de quienes, habiendo perdido el pudor y la vergüenza, alocados y enfurecidos, se arrojaban sobre sus amigos y familiares y les contagiaban la enfermedad. Además de claro, las escenas protagonizadas por borrachos ingiriendo alcohol para soportar la experiencia o por esos «adivinos» que, conforme la pesadilla arreciaba, huían de la ciudad temerosos de ser acusados por los familiares de aquellas personas a las que habían predicho larga vida, pero habían muerto debido a la maldita epidemia.

No obstante, en Los puercos, los habitantes de los poblados tienen más miedo de los jardineros que de la peste. De hecho, cuando piensan que pudieran ser contagiados por alguna enfermedad, se dejan mecer en sus hieles de frío y hielo muy gustosamente. Otro de los aspectos retorcidos de esta novela que, como ya he dicho, mirará de soslayo al libro de Defoe. Un fresco destructivo sobre uno de los más intensos naufragios de Occidente y una ciudad, Londres, de la que siglos después, Jack London nos dejaría un escalofriante retrato en su Gente del abismo. Un testimonio que deja muy claro que una figura como la de Jack el destripador no surgió por generación espontánea. Se fue incubando en medio de las cloacas de una población acostumbrada al maltrato y a las amenazas. A la presencia de abismales maldiciones entre las que lo mismo podía surgir un tifón, la garra de un galápago gigante que un bandido tuerto enviado por logias ocultas para provocar el miedo, el espanto eterno. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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