¿Había alguien más grande que él a finales de los 80? Probablemente sí -pienso en Maradona y Van Basten- pero al menos para mí no. Me estoy refiriendo, claro, a Paul Gascoigne, el explosivo centrocampista de la selección inglesa durante el Mundial 90, de quien caí fascinado con tan sólo contemplar dos cambios de ritmo y su rostro lleno de sudor y desencajado avanzando hacia la portería contraria como si se tratara de un bóxer deseoso de reencontrarse con su amo tras años sin verlo.
Todo en Paul Gagscoigne era explosivo. Su control del balón, su visión de juego y sus declaraciones. Más que un jugador de fútbol, parecía un rock star. Uno de esos bombones o pastelitos de chocolate que decía comer ansioso durante los instantes previos a su ingreso en el campo de juego. Un terreno que él convertía en teatro y festival donde cualquier jugada era posible siempre que pasara por sus piernas. Porque Gascoigne era ritmo y potencia. El balón nunca estaba quieto en sus pies. Siempre se movía al compás de su cuerpo por los tres cuartos de la cancha con agilidad y viveza. Con un ritmo endiablado. Había veces, de hecho, que parecía que el crooner inglés no parecía jugar a deporte alguno sino más bien encontrarse bailando en una discoteca. Echándose una partida de cartas con los amigos entre humos de cigarrillos y reflejos de películas eróticas en la pantalla. Encontrarse en un casino. A lo que sin dudas, ayudaba su look. Un aspecto que le permitía pasar tanto por intérprete de un blockbuster americano para adolescentes como por uno de esos típicos ingleses borrachos que encontramos en cada esquina por Benidorm. El alma de una de aquellas fiestas interminables donde ya se sabía de antemano que varias chicas caerían desnudas a la piscina y que él aparecería cuando menos lo esperábamos, beodo con un gorro de colores y cientos de confetis cayendo desordenados por su traje.
Gascoigne era un niño. Un hombre inmaduro. Alguien capaz de poner en cuestión todas las reglas del fútbol y también de darles sentido con un solo gesto. Un solo pase o movimiento de pierna. Pero eso lo hacía más querible e imprevisible. Lo convertía en un muchacho idéntico a muchos de nosotros. Un aficionado al deporte y no alguien profesional. Haciendo por lo tanto mucho más comprensibles (y disculpables) sus idas de olla momentáneas tan similares por otra parte a las genialidades que era capaz de hacer con el balón. Eso sí, a pesar de ser muy habilidoso, no era un maestro de la técnica. Lo suyo tenía más que ver con el pundonor. Con su capacidad para imprimir velocidad y deshacerse de jugadores allí donde era más difícil. Con su voluntad e insistencia en no bajar los brazos y hacer avanzar a su equipo al ritmo que él imponía que en absoluto era pautado. Solía ser tan irregular y trepidante como su comportamiento fuera de los campos de juego. Siendo muy habitual contemplarlo perdido en medio del césped cuando más se lo necesitaba y esperaba, como realizando las jugadas más inverosímiles. Ponerse el equipo por montera en un trance difícil y hasta llorar de rabia y frustración cuando sus desmesurados esfuerzos no daban resultado.
Vuelvo a repetirlo. Gascoigne no fue nunca un jugador de fútbol. Fue una canción. Uno de esos explosivos hits de dance-rock que aspiraba a tumbarnos en menos de cinco minutos. Gasgoigne aunaba la estética de Frankie Goes to Hollywood y el punk neoyorquino de los 90 en un solo pase o remate de gol. Demasiado para el cuerpo. Era un Bloody Mary. Un cocktail con gambas tomado en medio de un crucero a Mallorca. El sonido de una gaseosa al destaparse. Y sus goles así lo atestiguan. Genialidades guerreras en las que la improvisación y la fuerza siempre pesaban más que el cálculo o el esquema apuntado en la pizarra. Disparos de fusil arrebatados que destrozaban la coraza de tanques de acero y hacían rugir a las fieras en las gradas al contemplar una mezcla entre un milagro deportivo y una hazaña.
Lamentablemente, de Gascoigne como del viejo Garrincha casi únicamente se habla últimamente para referirse a su alcoholismo. Esa enfermedad que ha destrozado su vida, le hizo retirarse prematuramente de un deporte que enriqueció e hizo si cabe aún más explosivo, y lo ha convertido en una caricatura, casi un despojo humano del que lo único que nos resta por conocer es su fecha de muerte. Pero algunos, como es mi caso, siempre lo recordaremos por su fútbol. Por imprimir más ilusión a un deporte que en nuestra primera adolescencia comenzábamos a detestar al intuir que era en el fondo un frío negocio. Una forma de manipulación contra la que sin embargo, como los gladiadores heroicos o esos boxeadores que por más que caigan al fondo del ring siempre se levantan, se elevaban las piernas y la voluntad de un muchacho inglés que en el fondo sólo quería divertirse jugando y por ello conseguía divertirnos. Emocionarnos. Haciendo, al menos en mi caso, que cada vez que preparaba un partido con mis amigos y antes de entrar al campo, desenvolviese un chocolate cósmico y me lo comiese en honor al dios del fútbol que estoy seguro sonreía desde los cielos cada vez que veía a Gazza desplazar el balón de un lado a otro de la cancha. Enamorarnos con un centro o un pase de gol. Y probablemente le espera allí en el paraíso con varias botellas de ron abiertas y unas cuantas mujeres con las que volver a rememorar las salvajadas que hizo con el balón. Porque eso es lo que fue Gascoigne además de un rebelde: un salvaje. Un hereje. Un soldado que no importaba a qué país pertenecíamos ni dónde habíamos nacido, siempre nos hacía querer haberlo hecho donde él: en la marmita del fútbol. Shalam
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