Leyendo la hasta ahora fascinante autobiografía urdida por Breat Easton Ellis, Lunar Park, encuentro una reflexión con la que comulgo y me parece que completa perfectamente la entrada, El señor Hyde, que redacté hace unos días en averíadepollos sobre la influencia de espíritus oscuros (o daimones) a la hora de escribir. Y cómo, en cierta medida, ellos nos hacen sus esclavos o al menos se ponen al mando nuestra para obligarnos a urdir la historia que necesitan sacar a la luz. Ellos, repito, y no tanto nosotros. Me resultan además muy aleccionadoras estas palabras porque hacen referencia a un psicótico texto, American Pschyco, protagonizado por el yuppie Patrick Bateman, que leí durante mi adolescencia fascinado porque me conducía a un estado de trance y aislamiento semejante al que pudiera producir la cocaína. Lo que habla bastante bien de una novela -que no he vuelto a releer desde entonces- capaz no sólo de golpearnos psíquicamente sino también físicamente.
Dejo a continuación las palabras de Easton Ellis: «aunque había planeado basar a Patrick Bateman en mi padre, alguien —algo— tomó el control y convirtió a este nuevo personaje en mi único punto de referencia durante los tres años que tardé en completar la novela. Lo que no le conté a nadie fue que escribí el libro sobre todo de noche, cuando solía visitarme el espíritu de ese loco, despertándome a veces de un sueño profundo conciliado mediante Xanax. Cuando comprendí aterrorizado lo que el personaje quería de mí, traté de resistirme, pero la novela se obligaba sola a escribirse. A menudo entraba en una especie de oscuro trance durante varias horas seguidas para luego descubrir que había garabateado otras diez páginas. La cuestión —y no estoy seguro de qué otro modo podría explicarlo— es que el libro quería que lo escribiera otra persona. Se escribió solo sin importarle lo que a mí me pareciera. Yo me contemplaba la mano con miedo mientras el bolígrafo resbalaba por los blocs de notas amarillos en los que escribí el primer borrador. Aquella creación me repugnaba y no quería que me reconocieran ningún mérito por ella: el mérito era de Patrick Bateman. En cuanto se publicó el libro fue casi como si él se sintiera aliviado y, sobre todo, satisfecho. Dejó de aparecer pasada la medianoche para regodearse perturbando mis sueños y por fin pude relajarme y dejar de prepararme para sus visitas nocturnas. Pero incluso al cabo de varios años seguía sin poder mirar el libro, no digamos ya tocarlo o releerlo: tenía algo… bueno, algo maligno».
Me parece que no es necesario añadir mucho más. Shalam
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