La cultura está llena de lugares comunes y tópicos. Entre otros por ejemplo aquel que dice que Wolfgang Amadeus Mozart es el mayor genio de la historia de la música. Siendo sinceros, hasta hace unos años ninguna de sus obras había logrado conmoverme y, por tanto, no podía secundar el dicho. Si alguna vez lo hice fue más bien para evitar discusiones estériles con fanáticos. No porque ninguna de sus composiciones me hubiera tocado el alma. Pero todo cambió desde que, subyugado, escuché por primera vez su Réquiem y me quedé ciertamente sin palabras para definir ese monumento que pongo a la altura de las dos catedrales clásicas que más me han arrebatado hasta ahora. Me refiero, claro, a La pasión de San Juan y La pasión de San Mateo de Johann Sebastian Bach.
El Réquiem de Mozart es sagrado y juguetón. Misterioso. Un vuelo nocturno por los abismos lleno de belleza. Un aullido poético extremadamente equilibrado. Es perfecto. Cuando lo pincho no me basta con escucharlo una sola vez. Necesito hacerlo varias. Es un lamento tan hermoso y telúrico que casi no me atrevo a escribir sobre él. Sí que considero que es una de las mayores excursiones por el otro mundo que se han hecho jamás. Un golpe de alocado y desesperado romanticismo en pleno Siglo de Las Luces. Lo compararía a La divina comedia en su nivel de concreción y trascendencia. Todo se paraliza cuando suenan sus santos acordes. Cualquier tribulación cotidiana muestra su banalidad al instante. Mozart logra aunar clasicismo y pasión, libertinaje y santidad de manera desbordante y ágil; leve y dramática. Combina las fuerzas solares y nocturnas como casi nunca he experimentado. Hasta el punto de transformar la música en un ballet aéreo digno de ser bailado únicamente por ángeles y engendros procedentes del Averno.
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Es muy famosa la historia detrás de la creación de este mágico Réquiem. Un sombrío desconocido se lo encargó a Mozart. El compositor austriaco creyó ver en aquel misterioso anónimo (que al parecer acudió a él en representación del conde Franz von Walsegg) a un enviado del otro mundo que le apremiaba a escribir esa obra para honrar y testimoniar su futura y próxima muerte. Y, de esta manera, se planteó su composición (la cual quedó inacabada pero con precisas instrucciones para su finalización) como su recital de despedida de esta realidad. Una elegía personal a través de la que congraciarse con cielo y tierra y preparar a su espíritu para adentrarse en terrenos desconocidos. Por eso, su Réquiem es una lágrima crepuscular del compositor hacia sí mismo que posee poderes sobrenaturales. Es el último cántico de un ruiseñor antes de hundirse ahogado en los lagos. Una obra colmada por roces angelicales que la convierten en diabólicamente perfecta. Una locura sagrada que demuestra que hay hombres -muy pocos- que pueden compararse, a la hora de crear, con los dioses y son capaces de describir el ocaso como si fuera el más luminoso de los amaneceres y de volar entre brumosos acantilados como si estuvieran navegando por mares calmos y soleados. Shalam
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