Nietzsche odiaba a los griegos por ser excesivamente racionales, haber creado la civilización y la cultura y ser los primeros que encerraron al toro, la bestia, el minotauro (o la animalidad) en una prisión luchando contra el caos y el descontrol. Pero, sobre todo, por haber acabado con el misterio creando mitos y tragedias que eran, en el fondo, maneras a través de las que expresaban su angustia. Su sometimiento a la racionalidad, lo apolíneo, lo bello, las luces.
Nietzsche deseaba que los griegos vivieran en las cavernas. Le hubiera gustado que nunca hubieran vislumbrado el resplandor. Deseaba, sí, que fueran egipcios. Que no hubieran aclarado las profundidades de la noche ni construido caminos sobre arenas movedizas pobladas de pétalos caídos. Nietzsche odiaba a los griegos porque habían separado a los actores del público creando el teatro y matando la fiesta. Y, aún más, porque consiguieron convertir a un cobarde, Sócrates, en un valiente y, apostando por el perfeccionamiento del alma y el idealismo, crearon los mimbres perfectos para el posterior desarrollo del cristianismo.
La relación entre Nietzsche y los griegos es tan contradictoria como una novela surreal o un sueño amorfo. Pareciera que no había día en el que Nietzsche no pensara en los helenos. Maldijera su abstruso platonismo o rescatara conceptos de Parménides o Heráclito para incidir en su obsesivo trabajo consistente en destruir la filosofía y el mundo a martillazos. Nietzsche basó su idea del Superhombre en las elititistas ideas contenidas en la República platónica. Y por ello odió la vulgarización del arte del diálogo que los seguidores de Platón realizaron. Tanto como el desarrollo extremo de ideas igualitarias que se produjo en ciertos períodos de la historia griega, que no tenían nada que ver con las clasistas sostenidas por aquel pensador idealista de quien Aristóteles aprendió a manipular el lenguaje y el significado. A ser maquiavélico y práctico con las palabras, malévolo si es posible, siglos antes de la escritura de El príncipe.
Nietzsche, sí, fue el primer filósofo que deseó la quema del Partenón para levantar allí una estatua gigantesca de su cabeza echando fuego. Destrozando las palabras y los palacios, las calles y las efigies para recibir con los brazos abiertos la llegada del tiempo de los mitos, las aves y los símbolos. El tiempo previo al del minotauro. Aquel regido por ley del Talión donde los gritos de los hombres se confundían con los de las bestias en medio de guerras y orgías.
Nietzsche soñaba con un banquete donde le fueran entregadas las cabezas de todos los filósofos griegos chorreando aceite en inmensos platos condimentados con pedacitos del cuerpo de Cristo. Porque Nietzsche odiaba profundamente la cultura y la religión. Era un salvaje. Un bárbaro. Un alemán. Más aún, al igual que Fassbinder, era un alemán castrado. Su sueño más recurrente era poder emborracharse eternamente sobre alguna de las colinas que rodean al Rhin. Maldecir a Prometeo y reírse de su sacrificio. Nietzsche desbordaba odio hacia Grecia. Esa racionalidad llena de prohibiciones que no le permitían acostarse con su padre y su madre. Quería ser, sí, el primer ser humano en conseguir todo aquello que deseaba. Anhelaba ser un dios. Lograr que civilizaciones se hundieran con una sola de sus palabras y enfrentarse desnudo con tan sólo una espada en las manos a tiburones y leones.
¿Cómo no iba Nietzsche a odiar a Grecia? Nietzsche sabía que, en el fondo, somos bestias. Y que la guerra es la única manera de establecer justicia verdadera. De ser justos con nuestro lado oscuro y dionisiaco que los griegos abolieron y al que, más tarde, los cristianos travistieron y anularon en la cruz. Y por supuesto que también sabía que, dado que el instinto se encontraba sometido a la razón en la civilización, cualquier revolución nacería manipulada. Por lo que Europa estaba condenada a ser un páramo de muerte y soledad. De no-vida. Razón que justificaba su odio hacia sí mismo y hacia los alemanes que, necesitados de buscarse una identidad proverbial, habían elegido a Grecia como modelo y raíz de su cultura frente a Roma. Olvidando que, en realidad, su destino era unirse a los nibelungos. Cortar para siempre las leyes de la moral cristiana en Europa dejando correr de nuevo, sus viejas leyendas y mitos por la sangre alemana. Hipócrita actitud que explica por qué sus compatriotas se mimetizaron tan bien con el protestantismo y el capitalismo: formas de expolio apolíneas y refinadas que escondían la parte animal de todo saqueo, permitían a sus responsables evitar pagar precio o penitencia por ello y además, les hacían gozar de un amplio beneficio económico. Lo que acaso explique el actual encono tanto del FMI como de la nación alemana con el pueblo griego: los fundadores de esa cárcel llamada Europa en la cual hasta los animales tienen que cumplir ciertas normas. Algo que ni al FMI ni a Alemania les gusta en absoluto hacer y de ahí su extremismo en hacérselas cumplir a los demás. Shalam
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