Navegando por twitter, me encuentro un post en el que una escuela cinematográfica hace referencia al reciente aniversario de la muerte de Luis Buñuel. Y a continuación, cuelga un vídeo en el que el cineasta aragonés cuenta jocosamente a sus colegas una ocurrencia relacionada con su testamento. La anécdota no tiene desperdicio.

Buñuel imagina a su mujer e hijos frente al notario esperando la lectura de la adjudicación de bienes del difunto y cómo el funcionario les advierte que el proceso no puede comenzar hasta que no llegue el señor Nelson Rockefeller. Sus deudos se preguntan extrañados qué tiene que ver el millonario con este acto. Pronto saldrán de dudas. El magnate norteamericano llega a la sala y el notario lee en voz alta la última voluntad de don Luis que no es otra que la de legar toda su fortuna, (sí, exacto,) a don Nelson Rockefeller. 

A continuación, entre risas, Buñuel se imagina cómo su decisión provocaría la indignación de todos sus hijos, amigos y personas queridas que escupirían en su tumba y lo maldecirían hasta el fin de sus días.

En fin. ¿Algo más que añadir? En una ocasión escribí aquí que, para ser justos con él, Buñuel debería aparecer al menos una vez al mes en avería. Pero lo cierto es que creo que me quedo corto. Una vez a la semana sería, pienso, la frecuencia adecuada para homenajear a tamaño genio. Shalam

إن المصاب بجنون العظمة مثل الشاعر يولد ولا يصنع.

Un paranoico, como un poeta, nace, no se hace