El conde de Montecristo es una de las novelas más famosas e irregulares de la historia. Su primera parte es una obra maestra. Un oscuro relato que podría haber sido firmado perfectamente por Jean Paul Sartre de haber concluido con éxito cualquiera de las tentativas de suicidio de su protagonista Edmundo Dantés. Puede que esté exagerando porque la leí cuando estaba entrando en la adolescencia pero considero el martirio del futuro conde en la mazmorra del castillo de If, digno de cualquier novela existencial. Edmundo Dantés es un hombre torturado y traicionado. La viva imagen de la impotencia. Un hombre destrozado psicológicamente que prácticamente no tiene más horizonte vital que el sufrimiento. No sólo está exiliado, perdido, sino que se encuentra condenado injustamente.
Edmundo Dantés me recuerda a los héroes de Conrad. Traza palabras en la arena y a veces emite murmullos por más que sabe internamente que su destino es morir olvidado. Sin embargo, su suerte cambia con la aparición del otro prisionero, el abate Faria. Y a partir de ese momento, el relato de Dumas se convierte en una novela de aprendizaje. Entra la luz donde sólo había porquería y suciedad y apenas se escuchaban más murmullos que los del diablo y comienza a brotar la esperanza en el corazón de Dantés.
La novela, sí, pasa a convertirse en una mezcla entre el Robinson Crusoe de Williem Defoe y un relato de Albert Camus y la atención del lector se vuelca en cómo concluirán estas tortuosas aventuras que se presienten pasajeras. El conde de Montecristo pasa de ser un drama, una tragedia sin fisuras, a una novela sobre la esperanza y la amistad. Una bella narración que transforma un trauma en un motivo por el que vivir y pone en primer plano la voluntad de supervivencia. El deseo de huir. Convirtiéndose, por tanto, en el relato de un náufrago que, tras varios días perdidos en los océanos, vislumbra a lo lejos una isla.
Repito que esa primera parte me parece magnífica. Realmente, no deja de asombrarme lo profundo que llegó Dumas en su descripción de las penas de un Dantés no tan lejano al Job bíblico. Más que nada porque El conde de Montecristo es una novela folletinesca. No es una inmersión a los infiernos a lo Dostoievsky sino un relato que deseaba enganchar al mayor público posible. Para hacerme comprender mejor, es como si Steven Spielberg hubiera profundizado en cualquiera de las películas protagonizadas por Indiana Jones en las escenas en las que el héroe se encuentra apresado por sus enemigos. Y en vez de liberarlo a los pocos minutos, hubiera construido la mitad de su film con esos mimbres: los gestos de dolor del aventurero, su desesperación, su pérdida de juicio y, finalmente, tras varios momentos devastadores, sí, la esperanza.
Obviamente, El conde de Monte Cristo no es un relato existencial y en la segunda parte, se transforma en aquello por lo que es conocido por la mayor parte del público: una novela sobre la venganza. Un sentimiento que Dumas muestra casi como uno de los impulsos vitales más importantes que existen.
De hecho, es la venganza la que transforma a Edmundo Dantés en un hombre misterioso y poderoso. En El conde, la venganza es casi un sentimiento nitzscheano. Un afán que imprime carácter y personalidad, se impone a cualquier moral y justifica casi cualquier hecho porque dota de sentido a la existencia. Una vida sin venganza -parece decirnos Dumas- no es vida. Es suplicio. Aceptación estúpida de las desgracias. La venganza es esa sal que falta en el plato de comida de los mansos. La promesa que más temen los poderosos. Es casi un plan maestro. No tanto un placer sino una necesidad humana. El sentimiento que pone la guinda a esa perpetua competición en que acaba convirtiéndose la vida.
No obstante, Dumas no llevó a las últimas consecuencias esta idea. Edmundo Dantés podría haberse convertido en Maldoror. Un pirata. Un animal vengativo. El pánico de la burguesía. Un símbolo terrorista. Pero finalmente, se transforma en un justiciero dubitativo con miedo a dios. Alguien paralizado por la moral que ejerce su venganza, sí, pero con cierta piedad por temor a ser posteriormente castigado y convertirse en enemigo religioso. Usurpar el trono divino. Un símbolo negativo para el pueblo. Y por ello, Edmundo Dantés va repartiendo dicha y dinero con quienes lo ayudaron y sembrando el miedo en los responsables de su caída. Pero su mirada no termina por ser despiadada.
El personaje se pierde en embrollos morales que perjudican el tono áspero y trágico de una novela que podía haber sido perfecta y terminó por ser tan irregular como el alma de la mayoría de los humanos. Aunque ni sus debilidades e inconstancias han conseguido borrar del imaginario colectivo el rostro amenazador de su protagonista ni sus gritos de desesperación al verse traicionado por sus semejantes. Esas ásperas máscaras que consideraba sus amigos y aliados. Shalam
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