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Mandarín

Abr 21, 2016 | 0 Comentarios

Escuela de mandarines es una de las mejores novelas que he leído en mi vida. El Auto de fe de la cultura española. Una narración que, aunque posee una gran extensión, se lee con la agilidad con la que se escucha un disco de música pop. De hecho, a pesar de la ingente hojarasca filosófica que llena todo el texto, Miguel Espinosa consiguió dotar a su escritura de levedad y elasticidad. La precisión y ligereza que exigía Italo Calvino para que alguien se convirtiera en un clásico contemporáneo.

Existen, por ejemplo, fragmentos del libro en los que el escritor murciano parece un pintor cubista o absurdo. Dibuja a sus personajes como si fuera el mismísimo Alfred Jarry -un Jarry, eso sí, más reflexivo- o un Samuel Beckett más irónico y menos desesperanzado que el real. Y hay otros pasajes en los que Miguel Espinosa recuerda a Rabelais. Por supuesto, bastante más adelgazado de barroquismos y truculencias. Calificativos que no sé si le agradarían teniendo en cuenta su visceral odio a esos eruditos que tienen siempre en la boca una cita estéril y el nombre de un libro. Todo ese universo de funcionarios que retrató con una perspicacia y agudeza implacables y un sentido del humor encomiable.

Lo cierto, en cualquier caso, es que Miguel Espinosa fue capaz de darle una vuelta de tuerca más a la ironía cervantina y convertir su novela en un fino carnaval lleno de sutilezas. Un fresco filosófico que, paradójicamente, no cesaba de golpear a esa filosofía medievalista y sin utilidad que se enseñaba en las aulas franquistas y vertebraba muchas de las ideas de la retrógrada sociedad que retrató.

Ciertamente, Escuela de mandarines es un texto absolutamente inclasificable. Maravilloso y asombroso. Un legajo enorme de páginas que, contrariamente a lo esperable, fueron escritas con un lenguaje minúsculo, casi silencioso. Una novela con mimbres de ensayo que utilizaba un habla enciclopédica, procedente de tiempos pretéritos y anquilosada que, sin embargo, era totalmente comprensible. Instantánea y momentánea.

La novela era una espada afilada que cortaba cabezas sin que las víctimas se apercibieran de ello y además, dejaba el suelo limpio de sangre y barnizado. Espinosa logró que la escritura pasara desapercibida y el esfuerzo de composición de su libro no se notara aunque Escuela de mandarines es, en verdad, un torrente lingüístico del que brotan espontáneamente libelos, doctrinas, artículos enciclopédicos, máximas, aforismos y metáforas procedentes del Siglo de Oro. Es el texto que hubiera escrito Miguel de Cervantes de haber reencarnado en un anónimo señor de provincias en el siglo XX y haberse propuesto renovar la literatura contemporánea.

Es muy fácilmente constatable, a lo largo de toda la novela, que Miguel Espinosa estudió leyes o al menos, se encontraba familiarizado con ellas. De hecho, en su biografía consta que fue abogado. Profesión que no sé si ejerció o no -y en el caso de hacerlo, por cuánto tiempo- pero que, desde luego, debió influir decisivamente en Escuela de mandarines. Porque Espinosa retuerce el lenguaje y lo domestica como los letrados acostumbran a hacerlo. Logrando hacer comprensible lo imposible, entendible lo abstruso y mentir con sutileza. Consigue, por ejemplo, que sus personajes -en realidad, más bien símbolos- pronuncien las más dificultosas frases con absoluta normalidad. Con la misma precisión con la que los magistrados acostumbran a recitar leyes incomprensibles para el resto de los mortales o la misma autoritaria rigidez con la que los profesores universitarios se dirigen a sus alumnos conforme fruncen el ceño y pronuncian complejas palabras que son prácticamente escudos. Justificación de sus sueldos y puestos en ese reino mandarín que, por supuesto, únicamente reconoció a la genialidad y valía de Miguel Espinosa una vez muerto.

Obviamente, el mundo académico no tardó mucho en canonizar al escritor murciano y sepultar su peligroso mensaje y el corrosivo lenguaje de sus libros en Congresos que, a medida que enaltecían su figura, la sepultaban haciéndola formar parte de la biblioteca universitaria infinita. Ese mundo lleno de citas y críticas eruditas, lenguaje estéril y cerrado en sí mismo, cuyo verdadero fin -como detectó perfectamente Espinosa- no es otro que asesinar la literatura. Colocarla en el altar de la cultura lejos del sótano rebelde y las habitaciones de la insurgencia y el inconformismo.

Tengo la impresión por ello de que, a pesar de su vitalidad y rebeldía, la mayoría de textos escritor por Espinosa se encuentran apiñados en anaqueles vigilados por señores ensimismados que acostumbran a pronunciar en voz alta citas de cada uno de ellos sin orden alguno ante las miradas de indiferencia de la multitud y las de complacencia de los párrocos y capellanes. Las sectas secretas (y no tan secretas) que dominan desde hace milenios la cultura de las ciudades de provincia españolas.

Lo hermoso, en cualquier caso, de Escuela de Mandarines, además de su lenguaje inventado, es su sentido del humor. La exhaustiva descripción que realiza de un estado autoritario -la España franquista- de tintes kafkianos sin caer en los abismos de la desesperación. Tanto es así que creo que es, precisamente, esa ironía -aún casi más que su esfuerzo lingüístico- la que confiere un estilo refrescante a la novela. Un monumento de sagacidad y lucidez que permite entender de un vistazo, entre otras muchas cosas, las razones por las que el PP gobierna en la región de Murcia casi por decreto, por qué los continuos lapsus mentales de Mariano Rajoy en vez de perjudicarlo le han beneficiado para consolidarse como presidente de gobierno y los motivos por los que son tan difíciles de reformar la Universidad y la Constitución o la Iglesia continúa sin pagar IBI.

Ciertamente, Escuela de mandarines describe perfectamente el pasado y futuro de la sociedad española. Es muy fácil equiparar, por ejemplo, los reinos de taifas en que se han convertido las comunidades autónomas con los mandarines. Aunque entiendo que Espinosa apuntaba con sus dardos mucho más lejos puesto que yo al menos concibo el libro como un ataque frontal a La República de Platón. El inicio de la construcción de la jaula occidental.

Creo, de hecho, que sus páginas son uno de los mayores alegatos críticos que se han escrito jamás contra el mundo de las ideas platónicas. Ese disparate que supone intentar hacer realidad las máximas escritas por los reverenciados filósofos en la vida cotidiana. Y cómo, al hacerlo, Occidente se convirtió no sólo en un paraíso fascista sino en un absurdo e hilarante universo repleto de instituciones sociales gobernadas por fantasmas. Un mundo manejado por castas corruptas que poseen absoluta impunidad para arrojar orín sobre las bocas abiertas de sus súbditos puesto que, no existiendo separación de poderes, tienen controlados los tribunales y, por si fuera poco, como guinda, manejan y retuercen a su antojo el abstruso lenguaje jurídico. Shalam

 إنَّ الْهَدَيَا عَلَى قَدْرِ مُهْدِيهَا

 El que todo lo juzga fácil encontrará la vida difícil

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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