Decía António Lobo Antunes que cuando comenzaba a escribir un libro, no lo abandonaba -a no ser por causa de fuerza mayor- un solo día. Obviamente, había semanas en que trabajaba durante interminables horas en el manuscrito y otras en que apenas una pocas pero, por costumbre y casi que por superstición, lo hacía diariamente. Según él, tenía miedo de perder el hilo, el tono y la conexión con lo que narraba y que, por un descuido o cierta irresponsabilidad, luego no pudiera volver a retomarlo o se le escapara de entre las manos.
Pues bien, he de confesar que estos días he comprendido perfectamente sus palabras y mentalidad. Desde noviembre hasta finales de enero, trabajé como una bestia en el manuscrito de Ruido, pero debido a que un editor se puso en contacto conmigo para que le entregara una nueva narración, Martillo, tuve que interrumpir la escritura de esta novela durante varios meses. Y, ¿qué puedo decir? Que me está costando horrores retomarla. Un gran esfuerzo. En primer lugar, tuve que dedicar al menos diez días para descansar de la finalización de Martillo. Luego, alguno más para mentalizarme de que debía volver a encerrarme y ponerme a componer historias de nuevo. Y ahora que he vuelto a centrarme en Ruido, he de reconocer que me encuentro con una serie de dificultades que no tienen tanto que ver con la escritura en sí misma sino con mi falta de capacidad para empatizar y conectar totalmente, tal y como yo lo necesito, con aquello que narro. Sé que esto es algo temporal y a medida que me sumerja en la novela, me sentiré cada vez más y más concernido por ella pero ahora mismo me encuentro con esta pequeña dificultad y creo que me hace bien expresarla para precisamente superarla. Al fin y al cabo, no creo que sea más que un proceso necesario de aclimatación a otro hábitat y atmósfera literaria. Ya que Martillo era un libro poético, gozoso y divertido y al contrario, Ruido, angustioso y cruel y es lógico que tenga que haber una adaptación a dos espacios convergentes pero, en esencia, disímiles.
En fin. Como es sabido, para mí es muy importante la música que escucho cuando escribo para conseguir mi absoluta y total inmersión en lo narrado. En este caso, también me he encontrado con ciertos problemas. Me está costando mucho hallar la sintonía adecuada. Probé con canciones de grupos clásicos de heavy rock como Judas Priest, Scorpions o Dokken y durante un tiempo, me funcionó. Pero terminé por desechar esta opción pues estas melodías no terminaban de adaptarse a lo que yo requería. También, lo intenté con un poco de hardcore de Fugazi o Slint pero ni con esas. Y finalmente, he podido comenzar a concentrarme gracias a la siguiente combinación: una recopilación de varias horas de bandas sonoras de terror clásicas y actuales entre las que se encuentran la de El exorcista, El resplandor, Sinister o The Amityville Horror que sitúo en primer plano mientras de fondo, a lo lejos, pincho la versión de J.E.Gardimer de La Pasión según San Juan de Johann Sebastian Bach.
Puede parecer una locura pero realmente, esta mezcla me está sirviendo para reestructurar el prólogo y poco a poco, intentar volver a sentirme cómodo escribiendo Ruido. Aunque esto tampoco es de extrañar porque, teniendo en cuenta que retrato la mente de un esquizofrénico escritor y todo tipo de situaciones delirantes, la música tiene que ser intensa y desprolija, un tanto psicótica y al mismo tiempo, contener alguna capa de espiritualidad. Ciertos toques religiosos que envuelvan al oyente como yo intento hacer con el lector, conectando el cerebro enfermo que retrato con una sociedad sin aliento, punitiva y vengativa, tras la que, aún así, se pueden vislumbrar ciertos rasgos de esperanza. Shalam
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