Me gusta leer a W.G. Sebald porque me siento obligado a releerlo. Volver tras mis pasos tras haber completado una página con la conciencia de haber pasado por alto los más importantes detalles de un pasaje. Desearía ir más rápido conforme lo leo. Ser yo quien marcara el ritmo de la lectura. Pero finalmente, los narradores de Sebald, esos agudos observadores de un mundo en descomposición que captan a retales, acaban imponiéndose a mi voluntad. Y me incitan a seguirles plegándome al ritmo y la forma por medio de la cual la narración fue concebida. Aunque lo más sorprendente es que esta sumisión, esta forma de esclavitud contra la que desearía rebelarme para continuar con los quehaceres de mi vida cotidiana, acaba resultándome placentera. Me proporciona cierta felicidad. Pues entiendo que respetar los ritmos, capas y flujos en superposición de estas profusas narraciones supone, en cierto modo, respetar la vida en sí misma. Observarla y dejarla hacer sin intervenir lo más mínimo. Desaparecer y ser testigo de la historia. Que es al fin y al cabo, el deseo que muchos tenemos al abrir un libro. El motivo por el que seguimos insistiendo cada día en introducirnos en los mundos que la literatura nos propone. Shalam
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