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La rabia (2)

Oct 29, 2024 | 0 Comentarios

Hablé ayer precisamente de La rabia, el documental de Pasolini, porque desde hace unos días estoy en Merzouga. Un pueblo a las faldas del desierto del Sahara.

En principio, desde mi llegada a esta población que visité por primera vez el último año del siglo pasado, (mi segunda fue en el 2012), todo ha ido como tenía planeado. Nada me ha resultado extraño. Daba por hecho que, al calor del turismo, el pueblo habría crecido y ha sido así. Donde antes había solares que permitían ver las dunas del desierto tomando un delicioso té de menta ahora hay restaurantes o cafés que hacen necesario caminar un poco para contemplar las impresionantes montañas de arena. En determinados momentos, incluso, aunque sea tan sólo tal vez durante unos metros, (no más de cincuenta), uno siente que se encuentra en cualquiera de esos lugares cosmopolitas que el auge del turismo ha multiplicado en los más distintos países.

Obviamente, Merzouga continúa siendo un pueblo muy, muy pequeño. Ha crecido, sí, pero a un ritmo bastante lento si lo comparamos con los centros turísticos de España u otros lugares de Europa, donde en un año se pueden construir más edificios y abrir más locales que los que aquí se han construido o abierto en quince o veinte años. Algo que se explica en parte por el pulso económico del país pero, sobre todo, por las condiciones atmosféricas del lugar. Hay que ser muy osado para atreverse a venir aquí, al Sahara, en verano, con temperaturas que rozan los 50 grados.

En realidad, durante los meses de estío son sobre todo los marroquíes quienes visitan Merzouga debido a las propiedades contra el reuma y diversas dolencias de los antiguos baños de arena bereberes. Por contra, la mayoría de extranjeros se dejan ver de octubre a mayo que es cuando las temperaturas dan tregua permitiendo que la estancia sea agradable.

He de reconocer que aquí, en Merzouga, estoy en la gloria. Al calor de los viajes en Quad por el Sahara, de la fiebre por el desierto, han abierto unos cuantos locales que doblan el precio de los alimentos pero en cuanto demuestras que conoces bien el país, te lo bajan y ajustan. Para los autóctonos es importante que los visitantes se encuentren satisfechos.

Disfruto mucho corriendo por las inmediaciones de Merzouga. De tanto en tanto me cruzo con  niños o adultos que me animan como si estuviera en medio de una competición trascendental. Aquí, como en general en todo el país, la gente continúa mirándose a los ojos y te prestan atención cuando les hablas o les preguntas cualquier duda. Son también muy acogedores. No es que disfruten abriendo la puerta de sus casas sino que gozan al contemplar nuestras sonrisa, nuestro rostro satisfecho, cuando nos muestran su hogar y nos ofrecen el tradicional té con dulces.

¿Por qué he estado estos días entonces pensando en La rabia? Los marroquíes suelen ser bastante invasivos y dicharacheros. Incluso aquí, frente al desierto, nunca falta quien te da conversación, te sonríe o te pregunta de dónde vienes.

Por eso mismo me sorprendió mucho entrar a un café juvenil en el que todos, absolutamente todos los muchachos allí presentes estaban absortos mirando la pantalla del móvil. Nadie me saludaba, nadie me sonreía. Ninguno de las diez u once muchachos levantaban la vista de sus teléfonos. Algo que hacían de manera tan extrema, tan obsesiva, que me quedé perplejo. No sabía cómo reaccionar ante lo que veía. A los pocos minutos, uno de los chicos quitó la mirada de la pantalla, aproveché para saludarlo y su reacción fue tan fresca y cordial como de costumbre. No obstante, al poco tiempo, tenía otra vez la vista puesta en el aparato como sus compañeros. Actitud que no cambió ni en el tiempo en el que estuve ahí ni en posteriores visitas al café, donde la única persona que parece ajena al dominio de las nuevas tecnologías es su dueño.

No sé si alcanzo a explicarme. A nadie se le escapa la adicción al móvil que existe en España. Pero tal vez por ser un país más desarrollado, las personas son más conscientes de sus peligros. Hay cierta tendencia (al menos en público) a moderar las miradas al aparato y a su uso. En España estamos controlados, muy controlados pero eso no es obstáculo para que intentemos regular la utilización del móvil cuando estamos en público. Obviamente, no creo que esta regulación exprese en ningún sentido libertad. Es simplemente una forma más sofisticada de control. Hay algo, de hecho, en nuestro modo de interaccionar con el aparato que es unidimensional, marcusiano por así decirlo. Está completamente moldeada por el aparato liberal y el sistema de poder. Los europeos somos adictos suaves al móvil. Tenemos una adicción moderada. Una adicción políticamente correcta y permitida. Somos ese individuo que se toma dos whiskys y dos vasos de vino diario y no termina de estallar del todo, de convertirse definitivamente en un alcohólico. Le falta el último empujón. Ese tercer whisky, el cuarto, el quinto. Convertir en costumbre los vasos de más. Es ese whisky de más que no nos tomamos, esa hora que no pasamos mirando el móvil la que asegura que el resto de negocios funcionen, que la sociedad no se vaya a pique.

En Marruecos, en general, hay mucha menos adicción al móvil que en España. Al menos entre los adultos de las grandes capitales y ciudades. Así que por ahí comenzó mi sorpresa sobre esta escena para la que he encontrado dos explicaciones.

En primer lugar, una obvia. Estos chavales son chavales del desierto pero son también chavales crecidos con las nuevas tecnologías. Allá, en Merzouga, apenas hay distracciones. Está el Sahara, el fútbol en la calle y televisado y poco más. No hay cines, no hay conciertos. El sexo es una utopía. La distancia con los centros urbanos importantes es muy considerable. Así que, en esas circunstancias, un móvil es casi un tesoro. O más bien, un salvoconducto. Si para nosotros, europeos con acceso a innumerables actividades culturales, a continuo ocio, el móvil (o más bien internet) es en cierto modo un pozo maravilloso (que engancha), ¿qué será para estos muchachos que viven entre un pueblo que se recorre en cuatro o cinco minutos y el desierto? No creo que podamos ni tan siquiera calibrarlo.

Hay una segunda explicación, claro, que fue la que me remitió a La rabia. El lírico documental de Pasolini. Constatar que en esa relación con el móvil de aquellos muchachos había algo casi atávico. Profundamente violento que tenía que ver (y no creo exagerar) con la esclavitud. En este caso, con la manera que tiene el liberalismo de colonizar conciencias, de globalizar.

En lugares donde hay un filtro como las ciudades europeas o las capitales marroquíes esa manera de dominar se produce de manera mucho más opacada, dispersa y oculta pero justo en el desierto, en pueblos tan pequeños, es bastante más evidente. Queda totalmente al descubierto porque los chavales no han aprendido ciertas reglas de cortesía o educación ni son tan hipócritas como nosotros, así que actúan de manera mucho más natural, real en público en ciertas situaciones.

En realidad, aparentemente no ocurría nada en aquel bar. Pero mentiría si no dijera que percibí agresividad Una guerra oculta. Prueba de que la modernización es un proceso mucho más violento y menos neutro de lo que muchos occidentales (ya adoctrinados, ya sin capacidad de respuesta) piensan. Si tuviera que definir con precisión lo que sentí, creo que el título del documental de Pasolini sería muy adecuado. No experimenté vergüenza ni malestar. Tampoco indiferencia. He de reconocer que sí estupor pero, sobre todo, rabia. Rabia. Disparos, bombas. El virus consumista. El alien. La guerra por otros medios. Más placentera, sin muertos. Pero guerra al fin y al cabo. Shalam

هناك من يعبر الغابة ولا يرى إلا وقودا للنار

Hay quien cruza el bosque y sólo ve leña para el fuego

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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