El primer disco de Stones Roses no fue un disco sino una bomba. El hype de los hypes. Era, sí, realmente bueno pero la propaganda y publicidad emitida desde los mass-medita británicos así como los constantes gritos exaltados de los histéricos fans de la banda fueron tan desproporcionados que yo al menos considero este pedazo de plástico más un acontecimiento que una obra musical. Casi más un mito que una realidad. Porque además, ocurrió que, a los pocos meses de su lanzamiento, las radios y revistas musicales de la época se llenaron de noticias relacionadas con el grupo que muy poco tenían que ver con los valores creativos de la obra recién entregada.
Ian Brown, John Squire y el resto de componentes de Stone Roses no eran precisamente las personas más centradas. Eran la viva imagen de lo políticamente incorrecto. Una osada mezcla entre los antiguos Stones y los grasientos muchachos de los extrarradios. Eran, sí, rebeldes, inconformes e inmaduros y el éxito les sobrepasó de tal manera que era extraño el día en que no eran noticia por un escándalo: haber destrozado un hotel, haberse peleado entre ellos, haber interrumpido un concierto a mitad o haber sido multados por consumo de drogas. La fama y las ventas, por tanto, no fueron reconstituyentes para ellos sino fusiles. Espadas afiladas con las que cortaron sus propias alas con tanta eficacia y contundencia que ya nunca más levantaron el vuelo. De hecho, Stones Roses son más lo que pudo ser que lo que fue dentro del imaginario musical colectivo. Más una remota leyenda perdida que una realidad. Un proyecto artístico vinculado a un solo disco y unos cuantos singles que para sus seguidores más objetivos podía y debía haber terminado en 1991 cuando sus componentes aún poseían «groove», eran los nuevos ángeles malditos del rock inglés y aún no habían entregado ni su decepcionante segunda obra ni sus miembros habían emprendido sus irregulares proyectos en solitario.
Como he dejado entrever, las expectativas y adjetivos eran tan grandes que debo reconocer que The Stones Roses me decepcionó en las primeras escuchas. En mi caso, ha sido un disco que ha ganado con los años. Diez años después volví a él y me pareció muy bueno, casi excepcional y, a día de hoy, lo considero un clásico. Una obra cuya fama se debe tanto a que es un cruce de caminos entre el pop inglés de los 60 y el de los 90 -como dejaría muy claro ese imperial y narcótico single «Fool’s Good» lanzado a continuación- como un conglomerado de muy buenas canciones entre las que destaca la eterna «I am the resurrection».
No obstante, creo que el gran mérito del disco radica en haber convertido la nostalgia en realidad. Haber evitado completamente los sintetizadores de los 80 y el sonido comercial e íntimo de aquella década y haber apostado con todas sus fuerzas por reverdecer lo añejo. Porque es una creación tan, tan, tan retro que es intensamente moderna. De hecho, trajo de vuelta los 60 al mundo de la música pop como si nunca se hubieran ido. Muchas de sus composiciones hubieran encajado perfectamente en los caleidoscopios más psicodélicos de los Rolling Stones, The Kinks o The Byrds o entre trallazos narcóticos del pop de la época. Eran navajazos rockeros extraídos de otro momento que hacían pensar visceralmente en la posibilidad de un nuevo verano del amor y permitían reverdecer la pulsión de las revueltas de mayo del 68. Por ejemplo, los limones colocados en la portada eran un guiño a los jóvenes franceses pues era con esa fruta con la que contrarrestraban el daño causado en los ojos por los gases lacrimógenos lanzados por la policía. Pero aún así y, a pesar de ser una obra rebelde y viciosa, el disco tenía su vertiente amable. Podía escucharse tanto tomando marihuana como té y pastas. Era entrañable y peligroso. Una caricia psicodélica y arty que masajeaba los oídos y, por tanto, podía ser degustada por un amplio espectro de público que estaba deseando que emergieran bandas que devolviesen el descaro, la controversia y el gamberrismo al primer plano de la actualidad e hicieran sentir a sus fans que el rock no es sólo música sino un estilo de vida. Una forma suicida y hedonista de afrontar el día a día.
En realidad, tanto The Stones Roses como los singles que publicaron antes y después de su obra de referencia, se encuentran llenos de melodías instantáneas y pegadizas, pero a esa contundencia hay que unir un talante experimental que provoca el estallido de todo tipo de desarrollos instrumentales de la guitarra de John Squire que, gracias también a la reverberante producción de John Leckie, contribuyen a crear la enigmática y seductora atmósfera de relajación que sobrevuela un disco que además de ser un puñetazo en los morros posee cierto aire de improvisación. Huele a hachís y a excursión al desierto de Marruecos pero también a tienda de ropa elegante londinense, a flower power y a pub de Manchester. Es un conglomerado de muchos impulsos que trasciende por la sinceridad y calidad con la que homenajea el exacto momento en el que el pop inglés tomó carácter y personalidad propias. Empezó a distinguirse del norteamericano y labrar su propio camino. Shalam
شَرُّ الخَلِيطَيْنِ السَّؤُومُ المُحَزَّمُ
Los dos peores compañeros son el impaciente y el precavido
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