Hace tiempo que el rock se ha convertido en un estilo nostálgico. Se escuchan más sus obras clásicas que sus novedades. Y se está más pendiente de la posible reunión de un grupo mítico que de los cambios que ocurren en los actuales. La música contemporánea se ha transformado en una máquina de recuerdos. Una postal de fotos de la infancia y la adolescencia. Un propulsor de la memoria. Una Polaroid. Y por eso me parece lógico que el disco más divertido que haya escuchado en todo el verano sea Rock’n’roll machine. Un juguete musical que es tanto el Kung fury como el Stranger things de los discos actuales. Una deliciosa golosina con la que Turbonegro homenajea al hard rock ochentero recreando gran parte de los tópicos que hicieron felices a la generación crecida entre cintas de video VHS en las que se encontraban grabadas películas como Gremnlis, En busca del corazón verde, Los Goonies o Pesadilla en Elm Street.
Lo mejor, sin dudas, de Rock’n’roll machine es la actitud desenfadada con la que el grupo noruego se acerca y recrea una época en exceso idealizada. Con un amor adolescente que convierte cada una de las canciones en un viejo rotulador bic. Un apetitoso e hipercalórico pastel de chocolate para todos aquellos amantes de los videojuegos Atari que aún prefieren escuchar un LP en un radiocasette que en un CD o la computadora. Porque Rock’n’roll machine no es un disco cerebral. Es un sentimiento. Es una obra completamente original que, no obstante, podría perfectamente haber aparecido en 1985 o sonar entera en un karaoke, dado que se encuentra llena de melodías que pareciéramos haber escuchado una y mil veces. De hecho, parece uno de esos míticos recopilatorios de hits que podíamos encontrar en las gasolineras décadas atrás, puesto que es un LP compuesto por solos de guitarra que rememoran algunos de esos incontestables riffs hard rockeros de los 80 que lo mismo sonaban en la televisión, una discoteca o la radio en horas de máxima audiencia.
Rock’n’roll machine, sí, es un pastelito musical que, desde luego, no desentonaría como banda sonora de Porky’s o Loca academia de policía. Porque huele a instituto. A camisetas negras ridículamente transgresoras. A primerizas masturbaciones, locura y descubrimiento. Es un pedazo de plástico cuya producción y maravillosos sintetizadores están directamente inspirados en el 1984 de Van Halen, que cumple con creces su objetivo: convertirse en la eterna cápsula adolescente. Rock de estadio con sabor a gasolina, aceite y naftalina recubierto con unos cuantos granos y espinillas punk.
En suma, es un disco que condensa platónicamente tanto el espíritu creativo y comercial de una época como el deseo de revivirla que subyace más o menos escondido o al descubierto en quienes tuvieron el privilegio de pasar de la niñez a la adolescencia durante los 80 y no pueden ni quieren olvidar esas sensaciones. Es, sí, la colección perfecta de canciones para escuchar antes de pasar varias horas en la playa o ver un episodio de Corrupción en Miami y la primera versión de Battlestar Galactica. Una camiseta sin mangas hecha música. Shalam
0 comentarios