La llegada de Bruce Dickinson a Iron Maiden revolucionó a la banda. Contribuyó a dotarle de su estilo definitivo. La hizo pasar del punk a la épica y del barrio y la ciudad a los grandes campos y batallas. Transformó a un grupo de amigos en un equipo profesionalizado que pronto, saltó a otra dimensión.
Dickinson no era tan contundente como Paul Di’Anno pero probablemente tenía mejor técnica vocal. Una sensibilidad que le permitía alcanzar tonos más agudos y transmitir un mayor prisma de emociones que su colega. Su presencia no era tan amenazadora. Bruce no era un asesino. No era Jack el destripador. La imagen del terror. Era un guerrero. Un luchador que parecía recién salido de La Iliada o la batalla de las Termópilas que pronto, se ganó al público de la banda por su implicación y su ingente cultura. Porque este futuro licenciado en historia y hábil esgrimista vislumbraba las canciones como películas. Obras de arte. Conseguía dotarles de misterio, sacarlas de su contexto y terreno para convertirlas en ásperas metáforas. Novelas. Himnos. Filtradas por su garganta, las composiciones de Steve Harris perdían instantaneidad pero ganaban metros en su carrera por la eternidad. Y la primera prueba de ello fue esa enormidad llamada The number of the beast. Un álbum que no envejece y continúa siendo perturbador, en el que Iron Maiden sembraron las semillas de lo que serían sus insignias musicales durante las siguientes décadas.
The number of the beast es un monumento. Una obra sagrada que posee un «aura» incandescente. Suena la primera canción y parece que va a tronar. Tal es la fuerza de esta magnética obra que me atrevería a definir como metralla épica. Un texto musical lleno de fuerza plagado de referencias de todo tipo: líricas invocaciones a películas de culto como El pueblo de los malditos ola serie El prisionero; deudas continuas de gratitud a Black Sabbath a través de riffs que rememoran la forma de tocar la guitarra de Tony Iommi; canciones con desarrollos instrumentales que envidiaría cualquier banda progresiva; alucinadas pesadillas satánicas que podrían ser entonadas sin complejos por una secta y son prácticamente una celebración nihilista del paganismo; textos que lo mismo recuerdan a un relato de H.P. Lovecraft que a un capítulo de Juego de tronos o hablan sobre el fin del mundo; y, finalmente, una atmósfera opresiva que recorre todo el disco de tal manera que pareciera que, en vez de en un estudio de sonido, hubiera sido grabado en el sótano de una iglesia, una catacumba o los fosos de un castillo.
En verdad, The number of the beast tiene la mágica virtud de, a pesar de ser un LP absolutamente contemporáneo, remitir constantemente a la Edad Media. Aunque hay que decir a favor de la banda británica y su productor Martin Bich que esto lo consiguen a través de insinuaciones. Por medio de alusiones y no de manera explícita. Dando profundidad al bajo y la batería y llenando la grabación de ecos contenidos que transforman el disco en un embriagador lienzo invernal. La banda sonora de una batalla en el más allá. Shalam
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