No soy yo mucho de citar en averíadepollos. Pero he encontrado un pasaje en el último ensayo, La novela del buscador de libros, realizado por Juan Bonilla que me parece realmente interesante además de exacto. Básicamente, porque pienso que los escritores -desde el más mediocre hasta el más sobresaliente- somos fieras obstinadas. Animales obsesivos.
La vocación literaria no es tanto un rapto o una firme determinación como una posesión. Fiebre. Casi un maleficio. Porque hay que estar completamente loco para atravesar montañas de obstáculos y no tener más satisfacción que un lector de tanto en tanto nos felicite. Bueno. Estoy exagerando. Tan sólo el hecho de poder escribir es ya una bendición. Más bien, lo que plantea Bonilla es que la vocación de la escritura es tan profunda y extrema que nunca, nunca, jamás desaparecerá de quien la sufra por más fracasos, decepciones, desplantes y guantazos reciba de la realidad. Es más, yo creo que se alimenta de los reveses casi más que de las satisfacciones. Que una negativa para un escritor es un aliciente y un revulsivo. Es su reconstituyente. Porque, por lo general, aunque la literatura es -al igual que otros muchos terrenos- un nido y vivero de personajes cómicos, se encuentra más cerca de la tragedia y el hundimiento que del éxito. Nace, brota y se alimenta del desmoronamiento. De la búsqueda. Y no de la satisfacción. Crece y se reproduce entre traiciones, remordimientos y culpas y se apaga justo cuando el ego recibe más masajes y elogios de los que se encuentra preparado para soportar. En medio de la atonía y la frustrante normalidad. Los banquetes y los premios.
Dejo a continuación la cita de un libro que hasta ahora, me parece uno de los más notables y logrados de Bonilla. Un escritor que tal vez no haya entregado todavía su texto definitivo (ni falta que hace) pero tampoco uno sin interés.
Ahí va:
«¿Qué pasa con la vocación de escritor? ¿Cuándo recibirá de la realidad tal dictamen que uno la abandone para entregarse al exilio de la lectura? Nunca, la vocación de escritor cabalga en los pulsos de la sangre de quien la padece. Es una cosa insana, llena de amarguras, de mentiras, de intereses espurios… pero es tan agradecida que cuatro amigos te hacen un banquete para celebrar la aparición de tus poemas –o treinta conocidos le dan like a la noticia que cuelgas en Facebook– y el gusano de la vocación se alimenta con eso. Es muy penoso, todos lo sabemos, y por eso es tan fácil de ridiculizar. Pero cuando se es joven, esa vocación es emocionante porque hace trampolín de una ambición intrigante: cambiar la vida, cambiar la vida a través de la literatura, pensar que una gavilla de poemas o una novela impactarán en el cristal de la realidad y, si no lo hace añicos, al menos le harán una grieta. Y a la vez, al conseguirlo, o al aceptar la trampa de que ahora quizás no, pero en unos años ya se verá –porque hemos encerrado en una cápsula de hojas un secreto que estallará más adelante–, se ejecutará ese misterioso truco de magia mediante el cual uno se convierte en «alguien»». Shalam
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