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La cena

Mar 11, 2015 | 0 Comentarios

Un libro en el que aparece la siguiente frase con absoluta naturalidad y desparpajo tiene por fuerza que ser un artefacto especial. Les sitúo en contexto. Los muertos vivientes están arrasando una población. La batalla apenas, eso sí, ha comenzado y se intuye larga. Los humanos comienzan a organizarse. Establecer estrategias. Y de repente, el narrador indica lo siguiente: «Había una cierta ironía, que nadie observó, en que fueran los miembros de la profesión médica los que se pusieran a la cabeza de la Resistencia. En circunstancias menos dramáticas, alguien habría podido decir: «no contentos con matar a los vivos, ahora quieren matar a los muertos».

Me estoy refiriendo, claro, a La cena de César Aira. Un texto que tuve la fortuna de leer hace unos días y me parece un verdadero prodigio tanto de la invención como de condensación lingüística. Es por caprichos, sutilezas de ese tipo por lo que resulta tan renovador leer al argentino. Ciertamente, tuve muchas de sus novelas como cabecera mientras escribía Martillo puesto que revisando muchos de sus ingentes delirios, me sentía capaz de conducir mi libro a cualquier lugar. Y algo parecido me ha ocurrido con La cena. Un ingenio en el que los avances y retrocesos son constantes. Se me antoja como esa música que surge de las cajas chinas cuyos acordes parecieran no importar a nadie pero acaban por transformar totalmente el ambiente inundándolo de magia.

Aira es el artista de lo minúsculo y la digresión. Nadie que yo haya leído, desarrolla las digresiones como lo hace él, construyendo textos que podrían ser notas a pie de página de una lucidez inaudita que no dejan reposo al lector y conducen el arte narrativo y la ironía a otro territorio. Aunque lo más admirable es que lo hace con un lenguaje preciso, repleto de filos y tegumentos parecidos a brebajes o ungüentos con los que destroza las absurdas reglas literarias que no permiten que los lectores gocemos con un libro como cuando contemplamos las películas de los hermanos Marx o leíamos en nuestra niñez decenas de cómics.

Hacernos reír. Asombrarnos. Ese es el gran mérito de la disparatada literatura de Aira: conseguir que leamos sus textos con una sonrisa en la boca, disfrutando con sus ocurrencias y continuos detalles y sorpresas, como quien busca los muñequitos escondidos en el roscón de reyes. Lo siento mucho pero ante estos atributos, frente a estos ingentes méritos, ¿importa la trascendencia, la posibilidad de que sus textos no se lean dentro de un siglo, o la crítica?, ¿importa lo que puedan subrayar agrios críticos sobre un escritor capaz de convertir la literatura en fiesta?

Aira es un gamberro. Creo haber pronunciado esta afirmación en otra entrada de avería. Un niño grande. Un iconoclasta sumamente necesario en una corte cultural repleta de rostros marciales y rígidos. El paje que hace cosquillas a sus compañeros y envenena a los nobles. ¿Quién sabe? A veces me recuerda a un hechicero y otras a un doctor alocado y despistado capaz de implantar una pierna donde ha de colocarse un brazo pero que aún así mantiene con vida al paciente. Y para corroborarlo, repito, basta leer una novela como La cena sobre cuya estructura y argumento intentaré evitar hablar en lo posible porque lo que hay que hacer es leerla.

Únicamente señalar, sí, que la cena a la que se alude en el título y la manera en que el escritor argentino nos narra la relación de amistad (y sobre todo, de interés) entre los dos amigos que la disfrutan, es de una inteligencia maquiavélica. Aira tira de absurdo y extrañamiento para describir a una burguesía estancada en un tiempo muerto donde cualquier hábito, costumbre o gesto son deformados. Pasados por el filtro de una inteligencia, un razonamiento que come palabras y sentimientos al ritmo de una batidora. Consiguiendo transformar el infierno, los túneles sentimentales, en espacios de incertidumbre. Maravillosas habitaciones en donde lo mismo aparece un porteño orgulloso de su condición, una gigantesca marioneta rota o Alicia (sí, claro, la del país de las maravillas) hablando con  Jorge Luis Borges mientras contemplan una película de zombis en la tele. Una delicia terrorista. Shalam

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Ningún árbol crece hasta el cielo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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