Es un lugar común afirmar que si bien la imaginación de H.P. Lovecraft era portentosa, su estilo literario era muy parco. Casi escuálido. Y también lo es indicar que sus frases eran como huesos y sus cuentos, calaveras lingüísticas, o que le bastaba con un trazo para dibujar demonios e infiernos puesto que escribía como si fumara opio o estuviera en trance de recuperarse de una borrachera de humo y narcóticos.
Afirmaciones todas ellas probablemente ciertas dado que las monstruosidades que surgen de los abismos en sus relatos tienden a hacer languidecer el estilo. Ensombrecen los detalles y cualquier frondoso recorrido por los bosques de su literatura. Lo que no significa que en su espeluznante obra no existan ciertas excepciones a esta regla, como es el caso del relato Los sueños de la casa de la bruja. Una abrasiva narración cuyos negros límites y fronteras son descritos a través de un lenguaje rico, casi barroco, que nos transporta a otra dimensión. Un lenguaje que logra que el texto estalle en cientos de recónditas y alargadas sombras cuyo recorrido no tiene fin. Se pegan a la garganta del lector como si fueran las zarpas de un lagarto gigante y exaltan los tópicos de la literatura gótica y romántica con inmensa armonía y destreza.
Los sueños de la casa de la bruja es un torbellino cuyas líneas hubiera firmado satisfecho el mismísimo Edgar Allan Poe. El texto literariamente mejor conseguido de H.P. Lovecraft. Un cuento realizado con una sutileza apenas vista en su obra. Con la paciencia de un orfebre que moldea las palabras como si fueran notas musicales y la destreza de un mago capaz de mezclar tiempos y épocas distintas y de sumergirse hasta el fondo de la conciencia de los personajes. Es, sí, un relato que parece compuesto por un lúgubre pintor impresionista. Una sinfonía nocturna que, como es habitual en los textos del alucinado oriundo de Providence, evoca mares, peligros distantes y océanos rotos pero, en este caso, dentro de un lúgubre contexto en el que los objetos y almas errantes, crucifijos, relojes abandonados y sueños poseen una estatura humana que los hace aún más inquietantes que los monstruos cósmicos.
Lovecraft consiguió en este cuento forjar los mimbres de un territorio íntimo y cotidiano en donde el miedo se movía y retorcía libremente. Componiendo una telaraña literaria parecida a un exorcismo espiritual que desnudaba el alma humana. Mordía las vísceras y el cuello de las víctimas en medio de un huracán de tiempos contrapuestos y lugares confluyentes cuya eclosión se resolvía en destrucción, drama, abandono y miseria. Los fundamentos de la filosofía de Julius Bahnsen.
Lovecraft escribió Los sueños de la casa de la brujaen los últimos años de su vida. Algo lógico porque se percibe que estaba en poder de todos sus recursos estilísticos. Los manejaba con soltura y grandeza. Por ello, introduce las referencias, metáforas, pesadillas y cruentas imágenes en el momento justo. Sin prisa alguna. Dándose el tiempo de crear una atmósfera que es tan o más importante que lo narrado. Consiguiendo insólitas reverberaciones, terroríficas onomatopeyas y dar forma a imágenes incontenibles parecidas a intensas violaciones lingüísticas que hilvana con un pulso narrativo terso y detallista.
De hecho, hay pasajes en los que Lovecraft parece un escritor victoriano. Un señor más interesado en describir una relación o una habitación que en penetrar en los límites de la locura. E incluso hace pensar en un pasante de comercio o un notario. Pues sabe perfectamente colocar las referencias a la población de Salem, Nathaniel Hawthorne y su familia o las alusiones al Necronomicón dentro de un envolvente, alucinado relato que, eso sí, tiene su clímax con la aparición de la bruja: Keziah Manson. Una hechizera totalitaria, casi un despojo muerto, del tamaño de una rata grande y descrita a base de jirones expresionistas, que es uno de los personajes más intensos y creíbles jamás construidos por Lovecraft. Un espíritu vengativo y absorbente cuyo reflejo emite cientos de bramidos y estallidos, y atraviesa las resistencias del tiempo y las conciencias, para substraer el osado espíritu del personaje principal, Walter Gilman, en un catártico ritual de tintes eternos. Un sangriento ágape repetido una y otra vez a lo largo de los siglos que, en este caso, se concreta en la fantasmagórica ciudad de Arkham.
En cualquier caso, más allá de la imponente bruja de Lovecraft, resulta imposible no mencionar el enigmático edificio donde se desarrolla la trama. Puesto que parece estar vivo. Es un opresivo y tortuoso laberinto de reflejos espectrales, repleto de ratas, cuyos pasillos se abren y contraen con la misma facilidad con la que sobrevuelan terroríficas imágenes por este relato parecido a una loza pantanosa. Es un siniestro espacio aún más putrefacto y angosto que las míticas mansiones góticas, que hace rememorar los tortuosos, maleables y absorbentes salones que aparecen en las suntuosas narraciones de William Charles Hodgson. Y, a su vez, anticipa todos aquellos lóbregos edificios llenos de solitarias ánimas locas que aparecerían décadas más tarde en la narrativa de Stephen King o Thomas Ligotti o en relatos como El Aleph de Jorge Luis Borges o La casa de hojas de Mark. Z. Danielewski. Claras muestras, al igual que el cine de John Carpenter o los frescos de la pintura expresionista, de que acaso más que un maestro del terror, Lovecraft fue un profeta del arte. Un sangriento hechicero literario. Un visionario obsesionado con destrozar la literatura y el mundo con su esperma incestuoso que, por el contrario, la hizo renacer. Haciéndola caer en fosos donde faunos hambrientos se alimentaban de los reflejos de la luna y los poetas se convertían al fin en aquello que añoraban ser: asesinos. Shalam
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