¿Es Julian Cope un genio? Pues claro que sí. En cada una de sus composiciones cualquier cosa puede suceder. Cualquier sonido puede aparecer como un conjuro profético procedente de un rincón del cerebro de irónicos dioses que ríen conforme las sinfonías compuestas por este alucinado clown se desdoblan en cientos de acordes espectrales y arcaicos. Solos de guitarra sorpresivos y míticos que consiguen hacer del rock un rito y convierten a sus discos en una orgía amorosa y a sus fans en creyentes.
Escucho ahora por ejemplo, «The death & resurrection show», el último tema de esa locomotora rugosa que es Dark orgasm, y siento que soy atravesado por un rayo que conjuga a partes iguales la psicodelia de los 60, garage, blues marciano, krautrock y el punk más nihilista. Algo que sólo se explica teniendo en cuenta que el poliédrico personaje se acerca a la música más como un brujo o un iluminado astral que como un rockero. Y que su fascinación por las culturas megalíticas y ancestrales o el tarot se puede calificar de cualquier forma menos de frívola. Es absolutamente esencial para comprender la personalidad de este guerrero celta del rock que hace años que ha trascendido su propia leyenda para transformarse en un gurú. Un brujo que compone alucinados discos que siempre se arriesgan a ir varios pasos más allá de aquello que proponen en primera instancia.
Julian Cope es un anarquista. Y también un gnóstico. Un señor que va por libre. Un salvaje letrado que gracias a su mística unión con el cosmos y a que ha cortado y reconstruido el cordón umbilical que lo une con la tierra cientos de veces, es capaz de prever las temporadas de lluvia y de sol sin necesidad de mirar el telediario. Con tan sólo vislumbrar un pedazo del cielo o escuchar el canto de un pájaro. Pues se encuentra en comunión con la naturaleza. Es casi más hongo que ser humano. Tiene la piel del color del peyote. Parece haberse criado bebiendo cucharadas de una marmita ácida y lavarse el pelo con ayahuasca. Y debido a ello, es capaz de llevar a cabo con extrema soltura y naturalidad desarrollos instrumentales que recuerdan a Popol Vuh o dadaístas recreaciones sonoras que mezclan sin complejos las experimentaciones de Frank Zappa con los muros de sonido creados por Napalm Death y los extremos sonidos -parecidos a los mugidos de búfalos- que extrae de su guitarra Ted Nugent.
Ciertamente, escuchando los rocosos y frenéticos últimos discos de Cope, casi una metralleta de ácido lisérgico, se percibe y siente que este ciervo galáctico se encuentra en paz. Que le basta echar un vistazo hacia dentro para recibir del Universo la dieta orgásmica que necesita para crear, continuar fornicando con el cosmos a través de obras que son bombas terroristas contra el encorsetado rock actual. Contra las modas y las tendencias. Son alegatos político-sexuales en los que refleja una visión extraterrena de la existencia en la que caben tanto opiniones incendiarias sobre el feminismo, la miseria norteamericana, el activismo y la reiterada crisis de conciencia occidental como invocaciones a dioses megalíticos, nórdicos y célticos y visiones espectrales de la época neardental o la medieval. Delirios de fortaleza rockera y estallidos de imaginación pasajera por medio de los que vuela libremente hacia confines imaginarios e históricos: tierra babilónica, paisajes mesopotámicos, desiertos de águilas y halcones, guaridas de hechiceros, pirámides egipcias o templos consagrados a diosas griegas y espíritus de fuego.
De hecho, al escuchar a Cope no se perciben tanto los vaivenes de la música moderna como se rememoran rituales ancestrales. Ritmos arcanos que el músico convoca a través de lacerantes guitarrazos y violentas percursiones para construir una obra que cada vez se parece mas a un viaje chamánico. Una excursión realizada por druidas en busca del alma del ser humano en la que el rock es mera excusa. Hilo de Ariadna del que tirar para abordar «lo desconocido».
Discos como Queen Elizabeth son auténticas salvajadas ambient. Exploraciones telúricas de culturas ancestrales que se atrevían a intentar ir un paso más allá de lo conseguido por Bowie y Eno en Low y Heroes y que preludiaban los más intensos y hermosos logros de bandas como Third Eye foundation o Godspeed you! black emperor. De hecho, esa obra en concreto creo que podría servir tanto de banda sonora a un relato de terror o un ritual de brujería como para ilustrar sensorialmente lo que significó la huida del pueblo judío de Egipto, su éxodo a través del desierto y la teofanía del Sinaí, el nacimiento de las ciudades en el Oriente próximo y la creación de varios de los dioses del panteón politeísta primitivo. Una bestialidad que no es que contraste sino que se complementa perfectamente con los exabruptos nihilistas, los bramidos punks de aliento épico y bíblico que aparecen en Citizen Cain’d, Dark Orgasm o Revolutionary Suicide, las sardónicas exploraciones sonoras que realizara en Brain Donor y varias de las obras maestras que nos legó en los ochenta y noventa: Fried, 20 mothers o Peggy Suicide. Discos, sí, que no eran perfectos ni falta que hacía porque lo que importaba era la esencia, la magia megalítica que atravesaba la poesía musical de un Cope que combinaba los personajes de juglar y bufón carnavalizando sus ingentes dotes musicales para ofrecernos una versión atemporal de lo que un artista debe ser: un monstruo peligroso e inclasificable, un disidente, un viajero de rutas desconocidas.
Para algunos -no desde luego para mí- la carrera de Bowie acabó con Scary Monsters. Casi 15 años después de sus titubeantes comienzos. La grandeza de la de Julian Cope es que 35 años después de su notable debut con The Teardrop Explodes ha continuado creando una obra viva y esponjosa, destructiva y violenta, puro sexo sucio y cósmico, que no parece tener fin como su imaginación. Los pasadizos laberínticos de un cerebro esquizoide que ha demostrado que mirando de frente a la locura, atravesando todos los límites que nuestro ego y la sociedad nos impone, es como un artista puede trascender y provocar envidia a los dioses. Hacerlos sentir que ni en sus más delirantes sueños podrán llegar a ser como nosotros. Al menos, desde luego que no como Julian Cope. Esa cabra rayada que de tanto balar a destiempo y a su aire ha terminado por iluminarse. Alumbrar los territorios que atraviesa colgado a una guitarra como si fuera un hambriento eremita condenado a encontrar en los rugidos de su vientre la verdad o a morir sin dejar rastro. Shalam
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