Hazañas de los malos tiempos es uno de esos libros pico. No. Claro que no sé qué quiere decir esa expresión. Pero me parece adecuada para describir ciertos discos de Prince de las dos décadas recientes, el último álbum que grabaron Talking Heads –Naked- o ciertas melodías árabes que escuché cerca del desierto. No son libros imprescindibles ni clásicos pero pueden enganchar en determinados momentos más que sus obras cumbre. Algo que también sucede con este pequeño texto cuyo aguijón picotea ciertas partes del alma y el cuerpo con intensidad. Con una intensidad vacía, desoladora y amarilla. Como si su hacedora hubiera sido invitada a un banquete de bodas en plena primavera y no hubiera encontrado otro regalo y compañía que desgastados trajes suyos pertenecientes a otras épocas y los restos del convite extendidos a través de una alargada mesa llena de colillas y copas rotas.
Cristina Morano lame el lenguaje. Lo sorbe. O más bien, repito, lo pica. Lo diseña con dolor. Convirtiendo cada frase en una aguja y cada página en un bisturí. Instrumentos recubiertos con caros pañuelos blancos de seda con los que narra momentos, deslices, secuencias, recuerdos, vivencias o, más bien, lo que ha hecho la existencia (puta) con sus horas y con su escritura (viva). Mostrando la zona muerta de su espíritu.
Se intuye que para Morano las palabras son un límite. Un pared alterada. Un Gin Tonic sobre la barra de un bar que va a beber sí o sí con el fin de narrar siestas, decepciones, frustraciones, borracheras delirantes, polvos echados y sin echar o perversiones y describirnos exactamente el sabor de los pedacitos de entrecot a las finas hierbas que comía cuando era niña e hilvanaba poemas parecidos a lágrimas, golpes y bofetadas con los que luchar contra el discurrir del tiempo. El abandono de los días.
Supuestamente, -además de algunos Post y varias exquisitas Notas de sociedad– Hazañas de los malos tiempos es un relato de cómo la imprevista pérdida de su trabajo como diseñadora afectó la vida personal de Morano. Pero creo que es únicamente eso en la superficie. Porque da la sensación de que la crisis económica fue la mera excusa para que la escritora se adentrara en la senda del vacío. Paseara por el abismo entre agujas, teniendo al fin el pretexto necesario para ser el poema del libro y no quien lo escribe: robar, pedir dinero, pensar en el suicidio o el tedio. Convertirse en un personaje de Lispector con un cuchillo entre las manos. Experimentar fronteras cercanas a la indigencia. Y poder aburrirse a su antojo.
Hazañas es una fiesta depresiva cortante y sincera que provoca adicción. Droga dura. Una voz temblorosa sugiriendo una y otro vez lo peligroso que es desearse escritor pues serlo (o estarlo siendo) conlleva ineludiblemente no adaptarse al sistema jamás. Disfrutar de la ventisca y el desastre continuo que, al fin y al cabo, son los nudos a través de los que componer escritura eterna (o fría) y también contemporánea. Son los mimbres con los que poder consolar al cadáver de Germán Coppini, a quien imagino sonriendo irónicamente al constatar desde el otro lado de la tumba, que su muerte y la de la España rica, además de la destrucción de la resistencia social, han provocado al fin que lleguen los buenos tiempos para la lírica ciudadana. Shalam
إِنَّ كِذْبَةَ الْمِنْبَرِ بِلِقَاءٍ مَشْهُورَةٌ
El que ofrece su espalda no debe quejarse de los golpes que recibe
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