No creo que hayan existido muchos malvados hasta ahora en la historia de la televisión como Gus Fring. Sobre todo, porque al verlo, apostaríamos que de niño, era el alumno que recibía más capones en la escuela. Pues tenía un aspecto inocente y casi naíf. Un aspecto tan discreto que casi provocaba indiferencia aunque, en realidad, escondía las zarpas de un tigre. Un cerebro maquiavélico y un corazón de hierro.
De hecho, era un hombre sin piedad. Cada escena en la que él aparecía, la pantalla temblaba porque queríamos creer que su imagen respondía a la del típico ciudadano que pagaba siempre sus impuestos. Un empresario de éxito empeñado en demostrar que el sueño americano continuaba vivo y era capaz de permitir el triunfo de hombres grises como él. Y sin embargo, era peor que el más vil de los asesinos.
Gus Fring no era Tony Soprano. Un hombre que no hablaba sino que rugía y recordaba a un león cada vez que aparecía en pantalla. Tampoco era Walter White. Su némesis en Breaking Bad. Alguien torturado y necesitado de notoriedad que, en su bajada a los infiernos, terminaba por disfrutar haciendo el mal. No. Gus Fring seducía porque era un puñetero funcionario. No se distinguía en nada de un vendedor de libros ambulante, un ingeniero o un oficinista. Si nos lo encontráramos frente a nosotros en un restaurante o el metro, pensaríamos que era alguien mediocre. No le dedicaríamos ni un segundo de nuestro tiempo. Tal vez hasta sentiríamos pena de él. Cuando, en realidad, -vuelvo a repetir- era uno de los villanos más carismáticos que se han visto jamás en la televisión. Un señor que si se trataba de estar seguro, cortaría el cuello, manos, pies y brazos de sus enemigos sin despeinarse. Y que asesinaba con la frialdad con la que el dentista le sacaba una muela al paciente.
Lo cierto es que, a pesar de la enorme dimensión del personaje, Gus Fring nació por casualidad. No aparecía en ninguno de los borradores realizados por Vince Gilligan y su equipo creativo. Y hubiera permanecido para siempre en un agujero negro de la cultura popular de no ser por el azar. El actor, Raymond Cruz, que interpretaba al gran Tuco Salamanca se hallaba comprometido antes del despegue de Breaking bad con otra serie, The closer, y los productores se vieron obligados a matarlo y buscar un villano poderoso que lo sustituyera.
Con el tiempo, parece obvio que el acierto fue total pero supongo que las dudas les asaltarían más de una vez porque Gus Fring era totalmente distinto al resto de narcotraficantes de Alburquerque. La mayoría tenían sobrepeso, eran histriónicos, se drogaban continuamente, pronunciaban más tacos que palabras en cada frase que decían y vestían con camisetas sin mangas y chupas de cuero. Y sin embargo, Gus Fring era sigiloso. Silencioso y astuto y no se drogaba. Era una fotocopia de un geniecillo de Harvard. El vecino de la puerta de al lado. Vestía siempre camisas exquisitamente planchadas adornadas por una discreta corbata, usaba gafas de empollón y hablaba lenta y educadamente. Y por eso, verlo actuar, matar y realizar sus maquiavélicos planes causaba tanta impresión. Porque era la muestra más feroz de la monstruosidad del sistema. La prueba definitiva de que había alguien capaz de superar los grados de perversidad a los que estaba llegando el iluso Walter White conforme se producía su transformación en el malvado Heisenberg.
Los guionistas tuvieron el acierto de no desvelar apenas datos sobre el origen de Gus. Los espectadores nunca supimos nada de su infancia y adolescencia. Y cuando en un capítulo se le dedicaba un flash-back, tampoco terminamos de desentrañar los misterios de un hombre que -eso sí nos quedó claro- era más peligroso que un lobo. Era una pantera rabiosa capaz de todo por mantener su imperio económico a salvo. Un hombre sin escrúpulos con una inteligencia venenosa cuya muerte, por motivos obvios, dejó huérfana a la serie durante varios capítulos.
Breaking bad se encuentra llena de momentos memorables pero el vacío que dejó la desaparición de Gus Fring tardó en superarse y hasta el enfrentamiento final entre Walter White y su cuñado, Henry R. «Hank» Schrade, en el desierto, la obra no remontó el vuelo. Algo lógico porque Gus Fring era un personaje especial. Una mezcla siniestra entre un psicópata y -al menos por el aspecto- un nerd. Entre un empresario y un voraz caníbal. Era la viva imagen de la sociopatía que reina en el que dice ser país más poderoso económicamente del mundo. Era, sí, una sopa caliente que llenaba de llagas la lengua de los comensales. La dulce sonrisa de alguien que acababa dándonos un mordisco feroz. Shalam
أُحِبُّكَ يَا نَافِعِي وَلَوْ كُنْتَ عَدُوِّي
La independencia, como el honor, es una isla rocosa sin playas
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