Un zombi en Wall Street anunciando el apocalipsis. Una tribu africana encontrándose un automóvil a orillas de un río. Una adolescente de Indiana siendo conducida por dos effrits hacia un remoto país árabe. Un joven blanco besando los senos de una muchacha negra en la época de la esclavitud. Rituales de vudú. Muertos sin cabeza que se desplazan por las calles de una ciudad medieval. Calaveras surgiendo a través de las pantallas de Internet. Estas imágenes, entre otras muchas, son algunas de las que se me vienen a la mente, cada vez que escucho Hot rats de Frank Zappa. Algo lógico si tenemos en cuenta que, como la mayoría de creaciones de este enigmático genio, es un disco tan abierto y repleto de tantas propuestas imprevisibles, que resulta natural que si deseamos abarcarlo en su totalidad, la mente se dedique a viajar sola, a su aire, en medio del volcán de metáforas que produce su escucha.
De hecho, no concibo otra forma de escuchar a Zappa que esta: tumbarse en el sofá, como si hubiéramos tomado un ácido, dejando que las libres imágenes que sugiere su música nos inunden, mientras recibimos el abrazo del sinfín de melodías, ritmos, sonidos marítimos, gritos de gallinas y lenguajes marcianos que hay en sus discos. Creaciones parecidas a torbellinos, en las que no existen reglas ni límites, en medio de las que Zappa toca su guitarra como si fuera el mismísimo Dalí y le hubieran encargado componer una banda sonora para ilustrar un combate entre piratas y gladiadores romanos.
Es cierto que la música del genio norteamericano no es fácil. Puede resultar de complicada escucha. Al fin y al cabo, es onírica. Parece brotar de los pliegues del cabello de Morfeo. Pero esta es también su virtud. Porque pocos artistas consiguen en sus discos invitarnos a un sueño y consiguen hacernos participes de él. Ocurre también que no importa cuantas veces escuchemos un disco de este alucinado freaky, nunca terminamos de familiarizarnos con su contenido, y por tanto, nunca deja de sorprendernos. Razón por la que el adjetivo vanguardista se queda corto con este músico que, más bien, es un mundo aparte. Un planeta que permanece desconocido a pesar de haber sido avistado en varias ocasiones. O una especie de jeroglífico escrito en todos los idiomas que es posible entender parcialmente pero jamás en su totalidad.
Lo mejor de Hot rats, en cualquier caso, es que a diferencia de otros discos de Zappa, es un sueño fluido. No retuerce el tiempo a su antojo ni nos destroza la cabeza. Y esto lo convierte en el disco ideal para introducirse en los caleidoscópicos mundos a los que nos invita este pintor de metáforas; este terrorista primitivo, artista anárquico, capaz de preanunciar la caída de cualquier sistema y el inminente fin del mundo con una simple nota musical.
Fue Hot rats el disco con el me introduje definitivamente en su inabarcable mundo. Una experiencia majestuosa tras la que me sentí incapaz de escribir sobre música como lo había hecho hasta entonces (y supongo sobre cualquier otro tema), puesto que es una de esas escasas creaciones que posee el privilegio de hacer cambiar nuestra percepción de la realidad, la vida y el arte. Es una de esas inagotables creaciones, ideales para llevarnos a una isla desierta. Una bebida alcohólica repleta de burbujas que debe ser digerida entre rocas, olas de playas, gusanos de arena y monstruos de hierba. De hecho, siendo una paleta cósmica de tal relieve, entiendo que no queda más remedio que referirse a ella a través de metáforas y símbolos. Un nuevo lenguaje que, en cierto sentido, preanuncia y funda.
Sin dejar de ser ambulante ni tampoco aleatorio y experimental, Hot rats es, de todas formas, un disco bastante pautado y organizado. Zappa juega en él con todo tipo de estilos, funk, free-jazz, blues, ritmos afrocaribeños, no tanto con la intención de alterarlos -como sí que haría en otras ocasiones- sino con el deseo de llevarlos al límite, exprimirlos y ordeñarlos.
Hot rats es, en cierto modo, un disco astrológico. Una misa vudú en la que participan sacerdotes de todas las religiones. Música hecha por santeros, para el barrio y el baile pero también para el rezo. Un conjunto de canciones o más bien, sinalefas musicales, a través de las que Zappa demostró al mundo que cuando los artistas se arriesgan, los dioses siempre responden. Pues cada uno de estos versos libres musicales es capaz de traducir el lenguaje celeste. Son tan sugestivos y envolventes que no sólo abren caminos sino que además, enseñan cómo hacerlo. Son ametralladoras diabólicas que destrozan muros y paredes, guiándonos a través de paisajes tan personales que sólo pueden ser comparados con sueños y utopías nocturnas. Refugios libertarios a prueba de toda censura y prohibición, ajenos a la vida cotidiana.
Ian Underwood, Lowell George, Ron Selico, Shuggie Otis, Max Bennet, Paul Humphrey, John Guerin, Captain Beefheart, Jean-Luc Ponty fueron, entre otros, los encargados de traducir musicalmente, los sonidos y ruidos que constantemente retumbaban en el cerebro de Zappa. Y, desde luego, lo hicieron bien. Sobresalientemente. Sobrevolando el cielo como si fueran ángeles o demonios, echando más fuego aún a una caldera ya rebosante de calor y madera, hasta el punto de que el mayor peligro que se corre al acercarse al disco, es que éste nos desborde. Obligándonos a utilizar metáforas todavía más rebuscadas para describir esta mariposa de tres ojos y cientos de alas, esta sinfonía llena de piedras que además poseía una fantástica portada. Una creación de Cal Schenke en la que se contemplaba en primer plano a una mujer que bien podía representar el fantasma de la sexualidad, emergiendo de una tumba situada en medio de un bosque. Una imagen que probablemente nos advertía que, inevitablemente, cada vez que escucháramos este disco, experimentaríamos un órgasmo lascivo y sagrado. Shalam
Tal vez los Marillion de Steve Hogarth sean olvidados con el paso del tiempo, aunque lo dudo porque creo que "This is the 21st century" no perecerá....
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