D. Andrews y Pat Gefell grabaron un solo disco: Refuge. Pero menudo disco. Un disco mágico, bello y oscuro, casi espectral, que explica por sí mismo la distancia sideral que existía entre el folk de los años 60 y el de los 70. Porque en Refuge la esperanza se ha convertido en melancolía y la belleza no tiene tintes inocentes sino crepusculares. De hecho, hay algo tétrico a lo largo de toda la obra. Un tono triste y evanescente que sitúa estas composiciones más cerca por ejemplo de las de Nico que de las del happy flower a pesar de las letras, la constante utilización de guitarras acústicas y el entusiasmo de las intérpretes.
En realidad, Refuge es una obra bellísima que, de haberse grabado seis o siete años antes, rezumaría optimismo por todos los costados. Serviría como emblema y símbolo de la era de Acuario. Cofre con el que iniciar rituales juveniles de consumo de marihuana y llevar a cabo los primeros escarceos amorosos. Pero ciertamente, desprende cierto dolor y pesimismo que supongo que ha de deberse a que fue grabado años después de los asesinatos de la familia Manson. Cuando ya se sentían los efectos de la guerra de Vietnam en la población norteamericana, se vislumbraba el colapso industrial y el nihilismo decadente iba poco a poco sustituyendo la confianza que había reinado durante las dos décadas anteriores. En este sentido, Refuge es parecido a una perla extraviada. Una joya perteneciente a un barón escondida en un cofre pirata. Un cántico a la paz y al amor que huele internamente a desamor y egoísmo. Pesimismo y decepción. Contrariedad y abandono. Apunta al ocaso de las aspiraciones libertarias queriendo tal vez reverdecerlas.
A pesar de su luminosidad, Refuge es una rebeca más otoñal que primaveral. Una obra más nocturna que matutina que posee cierto sabor a letanía. A invocación desesperada. En cierto sentido, es el disco adecuado para viajar por los pueblos de la América profunda y fantasmagórica. Es un baúl sumamente hermoso cuyas frágiles odas podrían sonar perfectamente en medio de una película de Don Siegel y no entiendo cómo Tarantino todavía no ha utilizado como contraste en medio de una pelea sangrienta entre varios de sus personajes. Lo cierto, en cualquier caso, es que sus canciones desde luego que también se adaptarían perfectamente a las imágenes oníricas de las obras de David Lynch. Pues poseen ese reflujo inocente e ingenuo y al mismo tiempo sombrío que caracteriza las melodías y voz de Roy Orbison. Al fin y al cabo, Refuge es uno de esos escasos discos que producen alegría y tristeza a la vez. Una obra que huele a incertidumbre y podría sonar tanto en las guarderías, alumbrando las mañanas de las nuevas almas llegadas al mundo, como en un cementerio despidiendo a las que parten hacia el más allá. Shalam
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