Hace varios años, publiqué un texto sobre el cine de Pier Paolo Pasolini en la revista El coloquio de los Perros que con sus correspondientes modificaciones, dejo a continuación.
Pier Pasolini: el misterio, la verdad de la carne.
Con el paso de los años, y al tiempo que las más temidas profecías de Pier Paolo Pasolini sobre la Europa moderna se han ido cumpliendo una tras otra con una despiadada exactitud, su cine está probablemente comenzando a ser visto como un tratado poético-espiritual, casi religioso, que versa sobre las posibilidades de amar, de comprensión y de conexión con lo sacro de los seres humanos del siglo XX.
Ocurre que Pasolini se acerca a lo espiritual a través de lo prosaico. Las condiciones materiales que determinan la lucha de clases, las sociedades y el pensamiento humano. Y, en este sentido, existe cierto feísmo estético en algunas imágenes que rodó que hay que entender como un ataque al concepto burgués de arte y belleza. Una característica que es necesario traspasar o ignorar para familiarizarse y comprender profundamente los suplicantes y mendicantes retratos espirituales (no exentos de humor) que realizara de tantos de sus personajes.
Digámoslo ya. A Pasolini le importaban los hechos. Y por ello, ni los ángeles malditos, los bufones consentidos, ladrones, mujeres adúlteras o burgueses que aparecen en sus películas son arquetipos. Al contrario, se nos muestran vivos y frescos, como si fuera la primera vez que los viéramos o si acabaran de nacer sin que por ello el cineasta intente ocultarnos su pasado. Una creativa vida anterior que los personajes renuevan constantemente durante sus apasionados paseos frente a la cámara. Pues, al fin y al cabo, en el cine de Pasolini la vida siempre vence a la muerte. Y cuando ocurre lo contrario, esto le sirve para recalcar lo milagroso de toda existencia. Algo que hace no centrándose únicamente en el factor espiritual sino también en la carne y el cuerpo sin los cuales los seres humanos vivos no podríamos alcanzar ninguna verdad sustancial como, de una u otra manera, entendieron las más preclaras, visionarias y lúcidas doctrinas gnósticas.
Pasolini se atrevió a fusionar en su cine dos conceptos que el catolicismo separó y el paso del tiempo agrandó –véase el estallido científico, las dos guerras mundiales y toda la curva de pensamiento post-Hiroshima-: verdad y realidad. Dos aspectos que, en principio, podrían parecer sinónimos pero en absoluto lo son. De hecho, son muy difíciles de conjugar aunque Pasolini sí consiguió hacerlo. Entendiendo lo real en su más amplia medida –desde el exabrupto, el uso vulgar del lenguaje, el bostezo, la sonrisa o el charco preñado de suciedad y estiércol ubicado en un pantanal- como una fuente de poesía y de belleza donde se revelaba lo divino y, por tanto, nacía y se abría la verdad total. Un todo incontestable que albergaba al ser humano en su seno, tal y como lo hacen las melodías de Johann Sebastián Bach en algunas de sus películas, permitiendo al espectador cobijarse para asistir a los misterios velados y ocultos de la creación.
Para Pasolini, lo divino no debía de encontrarse distanciado de lo humano tal y como lo humano no había de estarlo de lo natural. Y por eso fue capaz de encontrar belleza en lo real. Sin eludir filmar, por ejemplo, la sangre que el mundo menstrua cada cierto tiempo para recomponerse ni negar que esa sangre es la mayoría de las veces la de los asesinatos, el sudor, la fuerza y el coraje de tantos y tantos de los seres humanos (intensamente reales) que aparecen en su cine. El cine de un hombre que fue un profundo amante de la vida y que, por tanto, desarrolló un intenso amor hacia la clase proletaria y el comportamiento de las clases más bajas de la Calabria, Nápoles; de esa Italia del Sur donde, a pesar de su aparente aislamiento, fealdad y falta de compromiso, Pasolini reconoció que se encontraba la verdadera vida de su país. Las personas que le daban unos signos de identidad robustos a la sociedad. De hecho, vislumbró que entre losdelincuentes, matronas y advenedizos se palpaba la tragedia con tal intensidad que la mayoría de sus vidas revelaban con absoluta claridad muchas de las más procelosas mentiras de la sociedad de consumo. Su auténtico rostro y realidad. Ya que el delincuente, el asesino, el estafador y el clásico ladrón callejero italiano no eran, en la mayoría de los casos, más que chivos expiatorios, actores desfavorecidos que permitían vislumbrar con claridad el primer crimen social (origen de lo cultural) cometido con anterioridad que salvaguardaba a las clases burguesas en sus recintos cerrados.
Realmente, el que el cine de Pasolini no haya tenido prácticamente continuadores y resulte difícil de citar (más allá del sencillo, sentido y logrado homenaje de Nani Moretti en Caro Diario), creo que se debe a la miopía con la que se ha leído su acercamiento al vulgo. A la plebe. Su exaltación de la vida campesina y las pandillas y el punto de vista muy próximo al gnóstico desde el que abordó las relaciones entre el cuerpo y el hombre o la carne y la tierra. Las dimensiones simbólicas de lo material vinculadas a la historia de lo espiritual.
Por ello, en cierto modo, contemplar el cine de Pasolini, es una invitación a observar el rostro primero, verdadero y real de este mundo. La faz de la poesía. Su génesis. Aproximarme a la problemática del ser humano, su nacimiento, su lento y tantas veces cruel caminar por las tierras y parajes desiertos, no como querríamos que hubiera sido, sino tal vez como ocurrió en realidad. Sin recurrir a aquellos tratados de moral que utilizaron el nombre de dios en vano para librarse de narrar la primera historia violenta. El primer asesinato que cimentó los límites de la ciudad y la sociedad. Delimitó los territorios que separaran al hombre de su dimensión mítica y ancestral.
Así es el cine de Pasolini. Una búsqueda directa y frontal de quién fue la primera religión o estado que intentó suplantar a dios en vano y lo asesinó. Un guantazo a la aparente santidad de las naciones cristianas. Su pulcritud. Una invitación a pensar Occidente desde la historia del incesto original. Teniendo en cuenta los inocentes que hubo que exterminar o marginar para construir su actual opulencia: esas catedrales y ciudades asépticas, aparentemente ajenas a conflicto alguno entre castas o tribus.
Así es el cine de Pasolini. Un cine que pone de relieve el aliento de las calles y los rostros serenos y afeados pero rotundamente sinceros de la multitud. La poesía de los panes y el buen vino. Un cine que escarba en los orígenes ancestrales de Europa y da la razón a algunos de los conceptos de los polémicos tratados antropológicos realizados por René Girard sobre la violencia en las sociedades arcaicas y la mecánica de exclusión, disuasión y castigo de los chivos expiatorios (inmigrantes, vagabundos, clases bajas) de las sociedades occidentales. Un cine que exalta la buena vida, el paganismo, la magia de la música y el lenguaje italiano. Y fue capaz -(Pajaricos y pajarracos)- de descifrar las claves del futuro de la Europa recién salida de las dos guerras mundiales o de su amada Italia, siempre en trance inminente de olvidarse de su propia historia y ser fagocitada por los nuevos emperadores (Silvio Berlusconi) y el circo mediático. Un cine, en suma, que intenta filmar el momento justo en el que un portavoz de la comunidad intentó acaparar todos los frutos que colgaban del árbol situado en el paraíso, acabando con la edad del oro del hombre. Ese tiempo proverbial cuyos brillos consiguió reflejar en ese hermoso, real y grandioso fresco frugal que es su, así llamada, Trilogía de la vida. Esa sincera y arriesgada visión de El Decameron, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches por medio de la que intentaba reivindicar palabras como «inocencia», «amor» o «creación», completamente desacreditadas en la Europa post-mayo del 68.
La grandeza de Pasolini, por tanto, (como la de su admirado Giotto o la de los grandes santones de la historia, los anónimos escritores de los evangelios apócrifos, el sufrido Rublev, o la magia que emana de los cariacontecidos rostros retratados por el Greco), radica en haberse atrevido a filmar la verdad. En haber primado la verdad sobre la realidad. Y hacerlo en su mayoría únicamente con tan sólo una cámara y la compañía de unos cuantos leales actores (entre los que destaca el único e inconmensurable rostro de sus filmes, Ninetto Davoli) que trabajaban con él más como una caterva teatral o un grupo de amigos enamorados del talento de su director que por intereses profesionales o monetarios.
Aun a fuerza de ser reiterativo, sí que me gustaría decir, a modo de conclusión, que tal vez, a día de hoy, y dada la crudeza del cine de Pasolini y la radicalidad de sus planteamientos, parezca retrógado volcar de nuevo la atención sobre uno de esos escasos hombres que aparecen de tiempo en tiempo y casi por una suerte de destino milagroso consiguen que el verbo se haga carne merced a una actitud intachable tanto en su vida como en su obra –o al menos sin contradicciones entre ambas-. Pero lo cierto es que si Pasolini yace un tanto en el olvido o la indiferencia más absoluta, considero que es más debido al supremo grado de atrofia intelectual que recorre nuestras sociedades modernas que a causa de su misma obra. De hecho, Pasolini siempre fue consciente de esto. Y estoy seguro que no se sentiría sorprendido al constatar cómo su intensa creación va apartándose del ojo tanto de intelectuales como de curiosos del cine en general. Va quedando cada vez más confinada al territorio de una rara avis. Algo que no sucede, entiendo, por otra razón, sino porque, en el fondo de su cine late el grito compungido, airado de todos aquellos hombres que nunca pudieron penetrar en las fronteras de la civilización. Los muertos por el hambre, la espada y la ruindad.
En suma, el cine de Pasolini es directo como la verdad y mucho más fácil de comprender de lo que parece. Como su Cristo. Esa paloma que trajo un mensaje que, a día de hoy, -y basta de nuevo acercarse a los oscuros motivos que pudieron decretar la muerte del cineasta- tampoco sería bien recibido: la necesidad imperiosa de que llegue el día en el que el hombre se enfrente a la ley, la retuerza y ésta quede asfixiada por su propio yugo. La incontestable necesidad de que el ser humano acabe, al fin, imponiéndose a la ley sin necesidad de derramar sangre alguna y comience a observar por una vez ese milagro que es la existencia y nuestro mundo con el mismo amor con el que pudo ser creado por Dios. Con la misma valentía con la que Pasolini construyó toda su obra para poder testificar ante Dios el día de su muerte que nada humano le había sido ajeno y exigir que nadie volviera a tomar el nombre del amor en vano a costa de morir sepultado en sus propios vómitos. El vómito y la diarrea de ambición que, lamentablemente, continúa envenenando y sepultando a muchos hombres de buena voluntad en las policiales, frías sociedades occidentales modernas. Shalam
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